7.11.09

Obama asediado

No es difícil reconocer lo que está sucediendo. Barack Obama está quedando atrapado en una especie de trampa de tenazas. De un lado, están los que no quieren que nada cambie. Del otro, los que pretenden que todo sea modificado, de fondo y de forma. Los primeros, los sectores más conservadores y reaccionarios de la sociedad norteamericana, están haciendo una presión casi inédita en la dinámica más o menos sosegada de la política partidista para frenar el ímpetu que llevó a Obama a la Presidencia e impedir que si quiera se aproxime a cumplir sus más progresistas ofertas electorales. Los segundos, dentro y fuera de los Estados Unidos, están exigiendo más voluntad para cambiar y la verificación real de que el eslogan de campaña - Si Podemos - es algo más que eso.

Se trata de dos posturas extremas que aprisionan a un hombre característicamente pragmático y, por lo tanto, acostumbrado a contemporizar. Aunque reconozco no haber sido gran fanático de Obama - tengo más fe en políticas de cambio por parte de las sociedades europeas, más maduras y reflexivas. Las sociedades jóvenes son usualmente muy tercas -, y aunque acepto la tentación de sucumbir a los argumentos patentes de que el nuevo gobierno norteamericano ha cambiado la envoltura del mismo regalo, en esta ocasión debo intentar atemperar los ataques que ha recibido el Presidente norteamericano con ideas más progresistas de las últimas tres décadas.

El desmesurado ataque que ha recibido Obama por parte de sectores del Partido Republicano es sencillamente ridículo. Una señal más de lo reactiva – preventiva que puede ser la derecha norteamericana. Y prefiero hacer énfasis en preventiva sólo porque me niego a creer que la feroz oposición republicana se deba no tanto a lo que Obama ha hecho como a lo que Obama “podría llegar a hacer”.

Ver secciones del noticiero o cualquier programa de opinión de Fox News nos retrotrae a la época de la Guerra Fría de forma tanto o más impactante que un desfile soviético en la Plaza Roja. Sencillamente, sectores importantes de la sociedad que hace vida en la primera potencia mundial están viviendo en 1960. Hace unos tres meses, cuando apenas se iniciaba el debate sobre la reforma sanitaria que busca garantizarle el acceso al sistema de salud a más de 36 millones de norteamericanos que hoy están excluidos, Fox News emprendió una campaña de descrédito que apuntaba a que el Gobierno estatizaría el servicio de salud y que, en consecuencia, la administración Obama se estaba convirtiendo en un régimen comunista totalitario. Y en una audiencia que concedía un congresista republicano a sus “electores”, una señora de origen latino rompió en llanto mientras tomaba la palabra para decir “ya hemos huido de Cuba huyendo del comunismo. No quiero que mis hijos tengan que abandonar a su país por culpa de un régimen socialista”. Como era previsible, la señora fue invitada a Fox News esa misma noche para que desarrollara con más tiempo su consistente argumento a la luz de los muy serios comentarios y ¿preguntas? de los moderadores. Hace unos pocos días, la protesta en Washington de estos mismos sectores arrojó una foto de un manifestante con un cartel: “Obama escucha a Mao. Yo escucho a Fox News”.

Y en política exterior, se le ataca con igual ahínco. Su disposición al diálogo es castigada como demostración de debilidad. Su intención de rearticular alianzas rotas por Bush es tendenciosamente presentada como concesión a los intereses antinorteamericanos. Su posición ante Honduras – mal que bien mucho más coherente que la defensa de la democracia del pasado, aunque con sus desvíos y tibiezas – es duramente criticada por quienes dicen que Estados Unidos debe darle la espalda al consenso regional y apoyar unilateralmente al régimen golpista.

Y lo más triste de todo es que han hecho mella. Los resultados de los recientes comicios apuntan en esa dirección. Obama se debilita ante una arremetida que muchas veces queda sin respuesta por el ingenuo ánimo bipartidista que inmoviliza a los demócratas y fortalece a los republicanos. Tal como leí recientemente en un artículo de El País, “pareciera que la tendencia de Obama de estar por encima del bien y del mal le está pasando una factura cada vez más costosa”.

Desde los sectores progresistas, sobretodo los norteamericanos y latinoamericanos, estamos jugando el papel que en la historia nos ha correspondido jugar muchas veces: el de tontos útiles de una operación que tiene como última ganadora a la derecha. La República de Weimar cayó bajo las piedras cruzadas de socialdemócratas y espartaquistas y la democracia chilena murió violentamente cuando el MIR le servía el golpe en bandeja de plata a Pinochet. Hoy se ataca con furibunda vehemencia a un Lula muchas veces neoliberal para que retorne a gobernar la centroderecha, siempre neoliberal. Sencillamente, hay sectores que se niegan a entender que un gobierno no puede ser más progresista de lo que es la sociedad a la que intenta cambiar. Esa es una realidad y como realidad no va a desaparecer aunque la neguemos o la escondamos bajo la alfombra. Y en ocasiones, debemos conformarnos con el menos malo o el no tan dañino y bajo esa idea es fácil encontrar diferencias reales entre Bush y Obama.

La norteamericana es una sociedad profundamente conservadora. Las ideas progresistas, por más vehemencia con la que las abracemos, no van a poder edificarse como tangibles sino es partiendo de un análisis objetivo de la realidad. Y la realidad nos dice que si en Obama y su gobierno no existiera voluntad real de cambio, hace mucho habrían abandonado incómodas y electoralmente costosas propuestas como la de la reforma sanitaria o el nuevo tratado migratorio. Algo están haciendo, lo que no es no todo pero tampoco es nada.

En cualquier caso, para nosotros es insuficiente. Sobretodo en la región, nos decepciona que un año después la agenda siga siendo la misma. Lula lo ha dicho con suma claridad. La negativa a poner fin al bloqueo comercial sobre Cuba y la conversión de Colombia en una gran base militar nos hace preguntarnos sobre cuánto ha cambiado la definición estratégica norteamericana en la región.

Y es que Obama no sólo gobierna una sociedad conservadora. Administra un Estado profundamente encuadrado en la hegemonía de los intereses de un estamento industrial-militar-burocrático. Se trata de un Estado en el que el Presidente pasa muchas veces por figura simbólica que dirige los milimétricos desplazamientos sobre una línea fija y estática. La rígida institucionalidad que se encuentra al servicio de un supuesto “interés nacional” impide hacer grandes cambios, al punto que muchos creen que el margen de lo posible gira alrededor de la forma, el estilo y la presentación. A la luz de las reacciones ya verificadas, es evidente que Obama requerirá ayuda si quiere persistir en su agenda del cambio y dar algo más que nueva pintura a la vieja pared.

En ese sentido, Obama requiere ayuda, apoyo y comprensión. Quizá se trate de un David enfrentando a un Goliat. Y a veces pareciera que, en defensa de supuestos principios justos, nos ponemos del lado del gigante. Por eso creo que la decisión de otorgarle el Nobel a Obama, aunque dañó en la medida que reforzó la matriz de opinión de que Obama sólo desea alimentar su ego, es positiva. Es estúpido siquiera plantear el debate de sí se lo merece o no. La respuesta es unívoca: no ha hecho méritos. Lo que debemos discutir es si queremos que los haga o no. Los que creemos en un mundo más equilibrado, con distintos centros de poder y preeminencia del respeto, la paz, el diálogo y la cooperación en las relaciones internacionales, deberíamos aplaudir ese Nobel como un gesto real y efectivo que apunta en esa dirección. Por el contrario, los que no quieren que nada cambie - bien sea porque no creen en la causa del mundo multipolar o bien sea porque les conviene mantener un hegemón pretencioso y agresivo al que achacar las culpas - es natural que condenen y critiquen el Nobel. El futuro les administrará a cada parte su justo lugar.

Carlos Miguel Rodrígues

07 Nov. 2009


6.11.09

Tres preguntas sobre Rusia

Así titula el periodista Rafael Poch un trabajo de poco más de cien páginas que circula publicado en la serie Más Madera de la editorial Icaria, disponible en Venezuela en las Librerías del Sur. De fina pero llana redacción, el artículo escapa a la superficialidad de cierto periodismo simplista y devela la calidad de los autores de esta colección, consagrada a la “reflexión crítica sobre las causas de los mayores problemas de nuestro tiempo”. La buena impresión que me dejó este texto me la vino a confirmar otra publicación de la misma serie: “Lula ¡donde vas!” es una inteligente disertación a dos manos sobre, más que el rumbo controversial de la administración Lula, la historia - sabores y sinsabores incluidos - de la izquierda brasileña.

Pero sobre Rusia y sus tres preguntas quiero escribir en esta ocasión. En realidad, de las tres interrogantes que se autoformula Poch - ¿Cuáles son los efectos de la reforma de mercado rusa? ¿Qué nuevo espacio se está creando en Eurasia? ¿Qué nuevo margen para lo alternativo queda en el mundo tras el fin de la bipolaridad y el exclusivo dominio estadounidense? – voy a referirme únicamente a la respuesta de la primera. En parte porque de la tercera sé que luego podré escribir y en parte porque frente a la segunda me considero incapaz de aportar algo distinto a una simple reproducción del texto. Sobre la geopolítica euroasiática debo reconocer mi abismal ignorancia.

Lo interesante del libro es su capacidad de dar, con sólo tres respuestas, una panorámica general de la situación de Rusia a inicios de este siglo. E incluso por encima de eso, está su hábil proyección de tendencias al inicio de la era Putin, con el consustancial aporte de hacer predicciones que hoy nos es fácil confirmar.

En la primera sección este corresponsal español, estudioso fiel de la cultura y la historia eslavas, descubre los entretelones de la “reforma” de mercado rusa tras la disolución del superestado soviético. Más que reforma, fue una verdadera contrarrevolución guiada y dirigida por una élite heterogénea integrada por políticos ex comunistas – ex militantes del Partido Comunista de la Unión Soviética, comunistas jamás fueron – y funcionarios de la tecnocracia liberal, unos y otros convertidos en empresarios a la rusa.

En América Latina solemos ser muy críticos, por sobradas y evidentes razones, con el historial de intervenciones del Fondo Monetario Internacional en la definición de nuestras políticas económicas. Sin embargo, el FMI llegó a nuestras economías cuando ellas ya estaban constituidas como mosaicos capitalistas que, no obstante su desorden y su capacidad de tolerar altos niveles de defectuosa intervención pública, consagraban claros derechos de propiedad y vocación privada del beneficio. El impacto del mismo recetario, igual de dogmático, intransigente y desconsiderado hacia las condiciones nacionales particulares, multiplica varias veces sus perniciosos efectos cuando es aplicado a un país sin tradición alguna de propiedad privada e intercambio capitalista.

Y así fue como ocurrió en Rusia. Durante la existencia de la Unión Soviética, ilegalizado el culto ortodoxo, los rusos terminaron convirtiendo a la doctrina oficial comunista en religión y dogma. Y una vez desaparecido el régimen soviético y derrumbado uno a uno sus íconos, esta élite oportunista abrazó con similar fanatismo la ideología del pensamiento único neoliberal, en un intento consciente de aprovechar el tiempo perdido, guiñar el ojo a Occidente y ganar sus favores. Y como suele ocurrir, los recién conversos se hicieron los mayores y más radicales fanáticos, instrumentando un profundo plan de liberalización, privatización y desregulación que derrumbó a Rusia de su respetable posición mundial y a su pueblo de sus aceptables estadísticas sociales.

El supuesto plan de “modernización” de la economía rusa consistió en una masiva y forzada operación de transferencia del capital formado socialmente a manos privadas; la puesta en escena de una amplia expropiación de bienes al Estado, que casi regaló los activos que poseía - valga decir, todo el aparato económico - a los funcionarios públicos y a sus amigos. Para la elite que instrumentó las reformas, no se trataba sólo de crear la propiedad privada; había también que crear a sus propietarios. Y no había mejores candidatos que ellos mismos.

La nomenclatura y sus ayudantes se dedicaron al enriquecimiento propio con el frenesí de quien sacia un apetito largamente contenido. Desde la industria petrolera y gasífera hasta las finanzas y el sistema bancario, la economía rusa se reestructuró sobre la base de la corrupción. Las 500 mayores empresas rusas fueron valoradas, al momento de su subasta en 1994, en un precio 30 veces inferior al real: en 7.300 millones de dólares se ofertó lo que costaba 200.000 millones. Chubais, Gaidar, Berezovski, Jodorkovski – el ex propietario de la petrolera Yukos, cuyo arresto fue condenado internacionalmente como un caso de “persecución política” – son nombres insignes de una gran operación de fraude a la nación. En ella no hubo nada de interés nacional, ninguna referencia aunque sea vaga al bien común, omisión total del bienestar social. Se trató de vulgar interés privado y confabulación de camarilla. Poch lo dice de manera insuperable: “Cambiaron una posición en el mundo por una posición en la vida”.

La tradición modernizadora rusa se reeditó bajo la misma desastrosa metodología. La supuesta reforma orientada a construir el capitalismo se definió como una apuesta forzada impuesta desde arriba y con metas ridículamente exageradas. Los altos funcionarios del gobierno de Yeltsin recurrieron al legado de Pedro I y Stalin para promover una reforma que no contó con el apoyo necesario en la población. Pretendieron que Rusia hiciera en quinientos días lo que Occidente hizo en siglos: construir una economía capitalista de mercado. Y los resultados fueron desalentadores. Una producción 40% inferior a la de 1991, una agricultura minimizada a poco más de un tercio de su nivel pre-reforma, un descenso de 5 años en la esperanza de vida y un 70% del ingreso público dependiente de las exportaciones de materia prima, nos hablan del fracaso total y rotundo del proyecto modernizador.

Sin embargo, ese final de siglo no encontró a Rusia en un estado tan caótico como sugieren los datos. Aún con 50 millones de pobres, las ciudades rusas registraban relativamente bajos niveles de indigencia y delincuencia. Los sistemas de salud, educación y transporte, aunque evidentemente desmejorados, seguían funcionando. La calefacción y la electricidad eran fieles a las necesidades de los hogares rusos. Incluso con la crisis del rublo, que lo llevó a perder en un mes el 70% de su valor, el cierre temporal de los bancos no llevó a grandes olas de incertidumbre y miedo ni a la violencia y al motín social. Para Poch, la raíz de esta especie de insensibilidad rusa radica en su capacidad de supervivencia, incubada en sus largas etapas históricas en las que la vida y la muerte se convirtieron en decisiones diarias. Los rusos lograron construir un gran sistema paralelo, casi siempre difuso desde la perspectiva jurídica, que movió a la economía y amortiguó la caída de la calidad de vida, sin registrar ningunas de esas dos cosas en las cifras oficiales.

No es que todo el capitalismo ruso tenga ese origen criminal. Sin duda, en Rusia han nacido en estos años empresas de manos limpias, con actividad y beneficios muy respetables. Pero han nacido bajo el contexto de esta gran operación, que ha permitido que los magnates rusos ingresen por la puerta grande - tan grande como su excentricidad - del mundo del negocio occidental. Allí están rusos haciéndose del futbol británico y allí está el multimillonario que regala a sus amigos de la farándula norteamericana relojes y joyas valoradas en 2 millones de dólares. Y allí está el gran escándalo que se suscita alrededor de las acciones del Estado ruso en contra de estas andanzas opacas de sus hijos ilustres.

Es usual oír en Venezuela críticas muy fuertes sobre cualquier plan general - real o imaginario - de expropiación de la riqueza y la propiedad privada por el Estado. Se trata de una defensa a primera vista justa, sustentada en un valor difícilmente criticable como el del esfuerzo personal y su correspondiente meritocracia. Pero, ¿no es tanto o más deplorable que individuos y grupos expropien de forma igual de grotesca lo que toda una sociedad esforzada y trabajadora ha construido con el más vital de los esfuerzos? Quizá para muchos, no.

Es extraño pero muy propio de nuestra época colocar al individuo siempre y en toda circunstancia por encima del grupo y a éste por encima de la sociedad. Por eso tenemos una especie de resistencia casi innata a la acción del Estado y solemos mirar con malos ojos cualquier iniciativa que de él venga. Su expediente, especialmente en países como Rusia, no le favorece en nada. Sin embargo, y aunque el Estado ruso conserve rasgos profundamente autoritarios, con una endeble y flexible estructura jurídica, un maleable principio de legalidad y una inusitada discrecionalidad, potenciados por el carácter del sector político que hoy le dirige, parece razonable que se tomen medidas para poner orden en el caos heredado de los felices 90. No soy fanático de Putin o de Rusia Unida, pero sin duda tanto él como su partido parecen enviados celestiales si a tenor de la era Yeltsin se le asemeja. Hoy Rusia, fiel a su historia, se esfuerza por levantarse y conformar nuevamente un polo de poder autónomo, que brinde algo de equilibrio al desequilibrado mundo unipolar. Marchando hacia una economía mixta e intentando reconstruir una política basada en el interés nacional, Rusia pasa la resaca y sale nuevamente a la calle. Esperemos que con la lección aprendida y la tarea hecha.

Carlos Miguel Rodrígues
06 Nov. 2009