16.5.10

El largo camino de la izquierda en Colombia

No ha sido a partir de este boom comunicacional propio de toda campaña electoral que me ha interesado seguirle los pasos a la izquierda colombiana. Desde hace varios años, vengo insistiendo en el promisorio progreso del Polo Democrático Alternativo como alianza progresista con reales capacidades de hacer un gobierno serio en el país vecino en un mediano plazo. Reconozco, por otra parte, que esa tesis no cuenta ni con una mínima aceptación en Venezuela. El polarizado, reduccionista y pésimo debate político venezolano cierra filas a la divulgación de ideas ajenas a las cartillas preestablecidas: Mientras la oposición vive y se desvive por el uribismo, el chavismo coquetea con cierta izquierda próxima a la insurgencia armada, valga decir la mayor culpable de la radical tendencia conservadora que domina a Colombia.

De esta forma, opositores creen que un gobierno progresista en Colombia se haría cómplice de los “atropellos” de Chávez y convertiría al país vecino en una nueva plaza del “imperialismo” bolivariano, mientras que el chavismo no es capaz de aceptar la posición autónoma, original y claramente ajustada a la realidad colombiana, que caracteriza al PDA. Convencido como estoy desde hace un tiempo sobre el lastre que representan las posiciones extremas más publicitadas, he llegado a la conclusión de que aquello que sea denostado por ambas partes, es potencialmente bueno. Ese sería el caso del PDA.

He decidido escribir este artículo haciendo consciencia de lo anterior tanto como de la posición electoral del candidato de la izquierda, Gustavo Petro, frente a las elecciones del 30 de mayo. Aunque no pensé que Mockus creciera de la forma en que lo ha hecho, hasta el punto de hacer peligrar la hace un par de meses irrebatible victoria del uribismo, nadie tuvo dudas sobre las opciones reales de la izquierda en un país en el que Álvaro Uribe goza de un 70% de aceptación. Quizá si decepcione un poco que de ser la segunda fuerza política en las presidenciales de 2006, se pase a un porcentaje marginal en estos comicios, así ese porcentaje represente un aún disputado tercer lugar.

Pero esos datos no refieren nada concluyente, y no pasan de ser un bache en el camino en los duros días de la política desde la minoría. Es precisamente en la oposición en donde debe seguir esta izquierda, aún muy joven, aún muy inexperta, aún muy asociada a los trágicos errores del pasado, como para gobernar Colombia. El Polo no tiene ni diez años de vida, pero vaya que ya se ha convertido en un referente nacional. Esta organización ha sido capaz de unir, en un conglomerado similar al del Frente Amplio, a socialdemócratas, socialistas y comunistas, bajo la estructura de una confederación de fuerzas. Y lo que es igual o más importante: ha sido ésta la primera izquierda que de manera convencida ha denunciado el fracaso total de la lucha armada como opción para la transformación social, optando decididamente por un compromiso democrático basado en la sensibilidad social. Y ello sin caer en los devaneos uribistas.

Este movimiento –que yo lo creo más movimiento que partido, por su propia diversidad interna y su descentralización democrática- ha logrado conformar un bloque heterogéneo de estudiantes, trabajadores e intelectuales, que apunta claramente a la noción de un espacio de debates, discusión y construcción alternativa. En ese sentido, es innegable la elevación del nivel que brinda el PDA al debate político neogranadino. Por poner el caso, Gustavo Petro ha venido siendo referido mayoritariamente entre el primer y segundo lugar en las encuestas sobre valoración del desempeño en los debates presidenciales.

Desde hace dos mandatos, el PDA controla la Alcaldía de Bogotá, logrando desarrollar una gestión exitosa con claro impacto social. De igual forma, su dirigencia se ha convertido en punta de lanza de las denuncias sobre la parapolítica, las escuchas telefónicas, los falsos positivos, la entrega de soberanía por medio de las bases militares y el abuso general de poder, hitos por los que será más recordado el gobierno de Uribe que por sus proclamados logros en la “seguridad democrática”.

Y es que sólo la precedencia de gobiernos tan incapaces como los de Samper y Pastrana llegan a explicar que los colombianos respalden en semejante proporción a un gobierno claramente vinculado al narcotráfico, la violencia paramilitar y la violación generalizada de los Derechos Humanos. Cosas que, por supuesto, nuestras mentes brillantes de la oposición defienden y justifican, en una demostración adicional de su disposición a ir al mismo infierno si de llevar la contrario a Chávez se trata.

Independientemente de si vence Mockus o Santos, la izquierda democrática colombiana debería seguir su curso. Aunque acá en el país le duela a ciertos sectores, cada vez más convencidos de ser luz del mundo y sal de la tierra, es previsible que el PDA siga siendo una fuerza política con ideas, proyecto e intereses propios. Favorable a políticas del Gobierno venezolano en ocasiones, crítica en otras. Apéndice de éste, espero que nunca.

Sin embargo, y por fortuna, aún los temas nacionales siguen siendo más importantes para cada país que los asuntos del vecino. Y en Colombia importa más cuál sea la posición del PDA frente a la insurgencia interna que frente a Chávez. No cabe duda a esta altura de que la vía armada no sólo perdió vigencia, sino que degeneró. La práctica inhumana de los secuestros y la vinculación evidente con las redes del narcotráfico han disipado cualquier velo de respeto que pudiera quedar en la guerrilla colombiana, que se ha convertido en un nuevo factor de opresión más que un instrumento de liberación. Desde hace un tiempo, la izquierda internacional medianamente seria ha recomendado la autodisolución, en el marco de un proceso de paz que todavía pudiera resguardarle algún rédito de potencial político. Lo otro sería seguir sirviendo de excusa para la intervención norteamericana y su correlato, los gobiernos derechistas que promueven la extinción de la insurgencia a cualquier costo.

Si el PDA no es capaz de responder satisfactoriamente a la acusación de colaboracionismo con la guerrilla –la cual afecta sobretodo a ciertos sectores internos, que medran en el PDA bajo el paraguas de la pluralidad-, es difícil que adquiera el vuelo necesario para ser alternativa de poder. Su compromiso con la democracia y con la vía electoral, su vocación latinoamericanista y su opción por lo social, son las palancas básicas que, desde su definición programática, conducen su crecimiento político. Insistir en ellas y mantener un permanente análisis objetivo de la realidad colombiana, ayudará mucho en el alcance de los objetivos.

Aunque parezcan paralelismos halados de los cabellos, el PDA se me hace similar en su génesis y carrera al partido alemán La Izquierda. Éste, cuando estuvo condenado a ser la reedición del viejo Partido Comunista de la Alemania Democrática, no sólo no salió del este de Alemania, sino que no trascendió de cierto sector de la población mayor, nostálgica de las viejas –y falsas- glorias del socialismo real. Sus resultados electorales no pasaban el 5% mínimo que garantiza la representación parlamentaria. Sin embargo, tras su fusión con la disidencia socialdemócrata –el ala comandada por Lafontaine, que rompió con el partido por su “derechización”-, ha crecido electoralmente, se ha extendido geográficamente y se ha fortalecido política y organizativamente. Y todo porque hizo un mea culpa y asumió plenamente los compromisos de la democracia.

Hoy, La Izquierda es referencia en Europa, como es posible que lo sea el PDA en América Latina, cuando sepa concretar su separación de la opción violenta, sepa comunicar su mensaje político y sepa fortalecer su organización. No es preciso dejar de ser de izquierda para llegar al poder. Sólo basta comprometerse total y efectivamente con un principio tan cierto como discutido: no hay socialismos sin democracia.

Quizá en algún tiempo, y por las paradojas de la vida y de la política, estemos los venezolanos progresistas viendo en Colombia el tipo de gobierno que quisimos y pudimos tener y no tuvimos.
Carlos Miguel Rodrígues
16 de mayo de 2010

9.4.10

Los valores en el discurso político

El psicólogo social Milton Rokeach construyó en su trabajo ‘Nature of Human Values’ una teoría que, con base en una escala reducida de valores, pretendía explicar el pensamiento y comportamiento humanos. La hipótesis básica de su estudio es que la mayoría de las personas conforman sus actitudes, opiniones y posiciones sobre cualquier tema, a partir de la referencia a algún valor socialmente definido y aceptado. Bajo esas premisas, propuso un método para el análisis de los valores en el discurso político fundamentado en la medición de dos principios esenciales –libertad e igualdad- seleccionados por su condición de estructurantes del proyecto de la modernidad.

En un trabajo empírico, rastreó la presencia de dichos elementos axiológicos en documentos básicos representativos de lo que consideró las cuatro principales orientaciones ideológico-políticas del siglo XX, léase, la socialista, la comunista, la capitalista y la fascista. Los documentos elegidos por cada doctrina tenían una similar extensión, de forma que pudieran servir al objetivo de realizar un conteo de las frases referenciales sobre libertad e igualdad. Estas menciones se dividieron en positivas y negativas. Los demás valores que fueron apareciendo en los textos se clasificaron en terminales –objetivos finales y definitivos- e instrumentales –orientados al logro de los primeros-. Cada nuevo valor-frase que aparecía al menos 5 veces, era incluido dentro de la tabla jerárquica.

De esta forma, Rokeach arribo a resultados básicos pero promisorios. En el análisis de textos de Adolf Hitler, la igualdad totalizó -72 –los valores son producto de la sumatoria entre referencias de signo positivo y negativo, por lo que los resultados por debajo de 0, refieren mayor presencia de la frase contraria- y la libertad -48. Al otro extremo de la tabla, los valores más apreciados del fascismo serían la pureza racial (57), la fuerza de carácter (48) y la fortaleza (37). Para el capitalista Goldwater, la libertad (85) es abiertamente preferible a la igualdad (-10). Aquel es el más promovido de los valores, seguido de lejos por el mundo ordenado (24) y la defensa nacional (22).

La selección de autores socialistas europeos le permitió a Rokeach demostrar que existe una muy próxima valoración entre libertad (66) e igualdad (62), producto de la noción de mutuo condicionamiento que está en la génisis del pensamiento socialdemócrata. Junto a ellas, se encuentra el factor intelectual (29), implicado en la necesaria creación ideológica-política que se precisa para formular un proyecto integrador de libertades públicas y justicia social. Finalmente, Lenin es un amante de la igualdad (88) con grandes reservas hacia la libertad, apellidada por él de ‘burguesa’ (-44). Fortaleza (20) y convicción (18) se requerirían para construir la sociedad sin clases, base de la aspiración comunista.

Los resultados de Rokeach, de los que solo presento un atisbo, fueron de sumo interés para el mundo académico de su época. Se trató de una forma novedosa de análisis del discurso, cuyo valor agregado podía ser aprehendido y utilizado no solo en la propia psicología social, sino en la lingüística, la ciencia política y la sociología. Por su valor intrínseco, la experiencia fue replicada con éxito en otros contextos y con base en otros documentos, por lo que se constituyó en herramienta de utilidad significativa para el análisis de los valores en el discurso político.

Aprovechándose de ello, el profesor ucevista Luis Britto García desarrolló en los años 80 un proyecto similar, esta vez aplicado a la metanarrativa populista. Para ello, tomó como objeto de estudio textos de diferentes épocas y diversos géneros, desde el panfleto del ‘Plan de Barranquilla’ hasta secciones de ‘Venezuela, Política y Petróleo’, pasando por discursos políticos de mitin callejero y de balance de gestión ante el Congreso, todos por supuesto de un único autor: Rómulo Betancourt.

Lo primero con lo que se topó fue con la necesidad ineludible de definir un género particular del discurso político para el populismo. Britto García debió establecer una nueva tabla de valores, propia de la especificidad populista.

En Betancourt el valor terminal más mencionado es el de abastecimiento (112), referido a la responsabilidad del Estado y del partido de suministrar a la población los bienes y servicios de primera necesidad. El poder del Estado es el segundo valor más frecuentemente mencionado (99), muy por encima de las referencias del fascismo en textos de similar extensión. En casi todas las menciones, la figura estatal viene vinculada a la idea de ‘abastecedor’ de bienes y servicios, en estrecha correspondencia con el valor anterior.

La misma constelación explica la alta incidencia de la mención salarios (49), basada casi siempre en el incremento salarial, y en un menor grado, en la crítica a las aspiraciones excesivas de la clase obrera, las cuales atentarían contra la cooperación trabajo-capital. El cuarto y quinto valor –independencia económica nacional y unidad grupal- vienen vinculados a la disputa populista contra sus primeros adversarios: el capital foráneo que pretende controlar la industria petrolera por un lado, y las fuerzas caudillistas y terratenientes que pretenden mantener el poder político y retrasar el impulso modernizador, por el otro.

En el terreno de los valores instrumentales, Betancourt intenta definirse a sí mismo y a su organización. Por ello, tres grupos de valores –activo y eficiente, honesto y moral, intelectual- refieren a autodefiniciones. En las palabras de Betancourt, importa mucho que se actúe. Hay una oda a la acción incluso con independencia de la eficacia, eficiencia y oportunidad de la misma. En el discurso, el carácter de activo está asociado a las referencias de perseverante, responsable y vigoroso, que definen el liderazgo de Acción Democrática. No por casualidad ‘Acción’ está allí.

Por el otro lado, están los valores que definen el pensamiento accióndemocratista, en contraste con sus adversarios más importantes. En una primera etapa, la confrontación con el caudillismo tradicional se traduce en la prevalencia de la ley, identificada con poder civil y civilización y contrapuesta a personalismo, poder de facto y barbarie. En una segunda etapa, se privilegia la colaboración de clases, enfrentada a las disolventes y antinacionales doctrinas de la lucha de clases. Se trata de un valor asociado al policlasismo del partido.

Entre las conclusiones más precisas y enriquecedoras a las que llega el profesor, valdría la pena destacar dos: por un lado, la altísima presencia de dicotomías, propias de un pensamiento polarizador. Así como en una primera etapa, la prosperidad, el desarrollo nacional y el aumento de la calidad de vida de la población se definían en su negatividad frente a las fuerzas tradicionalistas y caudillescas, tras la llegada al poder y la ‘moderación’ política, se define lo nacional, lo popular y lo democrático –básicos en el populismo- en contraste con el comunismo internacional y la izquierda sovietizante.

La segunda gran conclusión deja más claras las prioridades populistas. Es evidente la preponderancia de los fines sobre los medios: el abastecimiento aparece varias veces más que la producción; los salarios están por encima del empleo; las elecciones por encima de la democracia. Incluso el poder del Estado aparece, siendo un medio, como un fin en su mismo. Se transmite así la ilusión de que los bienes y servicios, y los salarios para acceder a aquellos, llegarán sin trabajar y producir, sin realizar mayores esfuerzos; el Estado los proveerá ilimitada e ininterrumpidamente, y lo hará sobre la base de la colaboración de clases en torno a un proyecto popular, democrático y nacionalista. Tal sentido discursivo es claro en el mismo slogan del partido: Pan, Tierra y Trabajo no se corresponde con el sentido causal de una tierra que se trabaja para obtener el pan.

Sin duda, evidencia prima facie de la argumentación sostenedora de un régimen rentístico petrolero, que se benefició durante mucho tiempo de unos niveles de ingreso suficientes para distribuir ‘dádivas’ y mantener estables los marcos sociales, pero que, sin embargo, llevaba desde su origen el germen de su destrucción.

Sería interesante que este tipo de trabajos pudieran replicarse sobre una selección de textos representativos del actual proyecto discursivo-político en el Gobierno. Con ello podríamos alcanzar a saber con mayor exactitud cuánta de esta agua que pasa bajo el puente no es reciclaje de una tradicional postura venezolana. Quizá, y solo quizá, descubramos que esta primacía de fines sobre medios continúa vigente, expoliando las expectativas populares sin una sustentación material real. Y peor aún, podríamos topar de frente con una tendencia que resta importancia a los masivos esfuerzos y voluminosos sacrificios que exige la construcción del poder popular y la economía socialista, prefiriendo darle continuidad a un sistema de reivindicaciones asistencialistas. Mao Tse Tung, que conocía bien el paño, lo dijo con insuperable clarividencia: ‘la revolución no es una cena de gala’.

Carlos Miguel Rodrígues
09 de abril de 2010

5.4.10

Testimonios sobre la vigencia de izquierdas, centros y derechas (II)

Los teóricos del pensamiento crítico han identificado y clasificado en sus trabajos un largo listado de falacias, comúnmente utilizadas en nuestras expresiones verbales, orales y escritas. Una de las más usuales entre tantas es la falacia ad verecundiam, que pretende construir la justificación de un argumento a partir del recurso a la autoridad de algún nombre importante, de alguien ducho en la materia que se discute. Se trata del argumento del tipo ‘es cierto porque lo dijo (…)'. Sin duda, una simplificación imperdonable.


Sin embargo, tal cosa no es lo mismo que documentarse sobre investigaciones previas y aprovechar sus resultados como bases sobre las cuales fijar posición. Autores como el italiano Norberto Bobbio –Derecha e Izquierda- y el brasileño Luis Carlos Bresser Pereira –Actualidad de la izquierda y la derecha, Ideologías económicas y democracia en Brasil, la paradoja de la izquierda-, son expresión no solo del pensamiento de dos continentes diferentes, sino de dos tradiciones filosóficas, dos formaciones universitarias y dos experiencias políticas integralmente diversas. Aún cuando sea difícil acusarles de falta de rigurosidad, he comprobado que algunos ‘asépticos científicos’ llegan a límites insospechados en razón de defender su derecho a dar santa sepultura a la clasificación teórica de izquierdistas, centristas y derechistas. Ante ellos levantan sus argumentos Bobbio y Bresser Pereira, quienes defienden, a partir de verificaciones históricas, no solo la efectiva existencia de estas categorías, sino incluso la conveniencia de que sigan existiendo como referentes de la lucha política democrática y, por concepto, diversa y plural.


Ahora bien, en lo que no puedo dejar de llamar la atención es en cierta uniformidad coincidente entre quienes llamaré ‘asépticos’, por pura y exclusiva conveniencia. Y es que detrás de este argumento que les debato, generalmente asumen un conjunto de ideas que no solo son poco objetivas, sino que en todo su conjunto pueden entrar holgadamente dentro de una reformulación actualizada del pensamiento de alguna derecha. Tal pareciera que, al menos en este particular, coinciden políticos de calle y de laboratorio: ambos grupos tienen alguna especie de miedo instintivo a ser reconocidos como centroderechistas o derechistas, los primeros por razones electorales, los segundos por prestigio académico. Y ese es ya un problema estrictamente latinoamericano. En Europa no es difícil encontrar a personas, grupos, partidos políticos y gobiernos que, pensando a la derecha, se identifican como tales. Así, populares y democristianos admiten ser de centroderecha, con sus matices, como los socialdemócratas aún se aferran a la bandera del socialismo. En el viejo continente no es tan contagioso el prurito cuando se trata de admitir las adscripciones ideológicas. Lo hacen de manera seria y responsable.


Al otro lado del Atlántico, los latinoamericanos siempre hemos tenido alguna resistencia a admitirnos de derechas. En cambio, izquierdistas, de cualquier cuño, han existido y existen, con sus costumbres y sus consignas. Después de que existieron durante las durísimas dictaduras militares de las décadas pasadas –de hecho su existencia real, palpable y apresable, permitió que Uruguay alcanzara el récord mundial de más prisioneros políticos sobre su población total-, no creo que se mimeticen en la plena vigencia de democracias garantistas. Pero a las centroderechas y derechas latinoamericanas no les gusta recordar las fechorías militares o los infames resultados de políticas neoliberales aplicadas sin ningún horizonte social. Y quizá por esa mala consciencia, más que por cierto maniqueísmo, no suelen darle la envoltura apropiada al frasco. De esta forma, terminan por hacer cada vez más digno de respeto y admiración que un latinoamericano se admita conservador, especialmente en esta etapa, en la que populares y democratacristianos –Neruda los llamaba ‘hipócritacristianos’ y quizá no sin razón- hablan de ‘centrohumanismo’, ‘humanismo cristiano’, ‘centroreformismo’, y no sé cuantos otros giros verbales, que sirven al objeto supremo de evitar el autoreconocimiento.


Así las cosas, pareciera que la acusación de desvíos ideológicos que se formula contra autores y estudiosos que claramente admiten su pertenencia al campo progresista, proviene del pavor que causa en algunos perder su mascarada de cientificismo y objetividad.


Ya con esto, bien pudiera pensarse que las razones alegadas en el artículo anterior estaban de más. Bastaba identificar a los ‘asépticos’ como derechistas inconfesos para desmentir todo su aparataje teórico.


Sin embargo, mal pudiera generalizarse a partir de algunos casos particulares. A aquellos que debaten seriamente el tema y no tienen estos insumos ideologizados que les desautorizan y les restan credibilidad, había que presentarle una respuesta, que no pasa de ser un simple punto de vista, alternativo y diverso, pero no por ello mejor sustentado. Al final y al cabo, así como la política es diversa, los debates sobre ella también lo son. Y esa es la mayor gracia del asunto.

Carlos Miguel Rodrígues
05 de abril de 2010

3.4.10

Testimonios sobre la vigencia de izquierdas, centros y derechas (I)

Mucho se dice y contradice sobre la conveniencia e idoneidad de utilizar las etiquetas 'izquierda', 'centro' y 'derecha', para encuadrar el pensamiento y la acción políticas de individuos, grupos y gobiernos. Al menos en el mundo de los que hacen política –ya sea como militantes o dirigentes de un partido, como analistas o simples comentaristas televisivos de los hechos políticos, como investigadores especializados o incluso como gobernantes- está cada vez más extendida la proferida tesis de que tales categorías conceptuales perdieron vigencia y no se corresponden con una supuesta nueva realidad que estaríamos viviendo.

‘Ya no nos sirven’, ‘no explican la realidad’, 'son cosas del pasado', ‘son simplificaciones de dinámicas complejas’, ‘son sesgos ideológicos que disfrazan los hechos’, ‘es imposible hoy clasificar entera e integralmente a alguien bajo esas denominaciones’, son las expresiones que más comúnmente se escuchan, provenientes de aquellos que creen que tales términos fueron ideados en otra época, para explicar otras condiciones, vividas por otros sujetos políticos.

No comparto esta visión. O no la comparto al menos en su totalidad. Pero debo matizar que la repetición de este discurso me parece más o menos justificada y, por tanto, aceptable, dependiendo de quien sea su vocero. Entiendo como parte de la polémica estrictamente electoral, que políticos profesionales aleguen la superación de esos conceptos, especialmente cuando sus adversarios pretenden asignarles esos rótulos, con lamentables efectos sobre sus índices de popularidad. Lo que me parece más difícil de entender es que politólogos, ‘cientistas’ políticos e incluso individuos que, sin titulación universitaria, tienen por hobby estudiar y analizar fenómenos relativos al poder y a la política pública, desdeñen la utilidad de las etiquetas y las condenen como ‘manifestaciones ideológicas’, poco serias y poco fiables. La intención de mi artículo es polemizar, en el buen y más considerado sentido de la palabra, con esta gente y colocar en blanco y negro mis argumentos favorables a la vigencia de izquierdas, centros y derechas –en plural por su innata diversidad.

Antipolítica y Tecnocracia

Algunos argumentan que las clasificaciones son parte de un instrumental ideológicamente afectado, que un buen analista, objetivo, neutral e inmaculado, no debería utilizar. Además de que pensar tal cosa es presumir al estudioso de la política como un ser aséptico, que en la realidad no existe, resulta que, sin darse cuenta, estos ‘científicos neutrales’ reproducen un discurso que tiene como hipótesis básica la noción de que el objeto de estudio de su ciencia –la política- no tiene vida propia.

Es la palabrería de la antipolítica, manchada con toques de tecnocratismo presuntuoso. Sus partidarios defienden la superación de nuestros conceptos por el simple motivo de que la razón técnica está por encima de las subjetivas propuestas ideológicas: la verdad que aquella propone es la verdad objetiva, pragmática, frente a estas falaces soluciones dogmáticas, llenas de juicios de valor y ajenas a las realidades concretas. Embebido de estas ideas, Francis Fukuyama proclamó un único modelo de hacer y organizar la vida en sociedad y declaró muerto el debate político. Si se someten calladamente, los estudiosos de la política estarían arriando banderas y, peor aún, dando abiertamente la razón a aquellos que quieren destruir el objeto de su estudio, el consumidor de su tiempo y la fuente de sus ingresos. Es algo similar a lo que ocurriría si los politólogos aceptaran acríticamente la idea de que la realidad política e ideológica –al formar parte de la superestructura- no tiene más vida que la que le refleja el entramado de relaciones económico-sociales. Más valdría entonces concentrarnos en estudiar éstas, si es que algo quisiéramos entender de aquellas.

Pero más allá, este discurso antipolítico tiene connotaciones antidemocráticas. La base de la democracia moderna y representativa –que bien podría discutirse si es realmente democracia-, es la competición libre de distintas propuestas político-ideológicas en función de alcanzar el mayor número de aceptaciones ciudadanas, expresadas mediante el voto. Si presumimos que las derechas, los centros y las izquierdas no existen, no solo diluimos el carácter de ‘diversos’ de los planteamientos partidistas, sino que nos hacemos partícipes del planteamiento que defiende la existencia de una única verdad objetiva y una sola solución pertinente, base sobre el cual se trabajan cómodamente la imposición de un pensamiento único, el silenciamiento de las disidencias y la restricción de las libertades. O así al menos fue durante las pasadas décadas en nuestro subcontinente.

Complejización de la Política

Sin duda, las sociedades y sus formas de hacer política se han complejizado desde que en la Asamblea Nacional Francesa, los diputados decidieron distribuirse en las alas del hemiciclo: monárquicos a la derecha, radicales republicanos a la izquierda, moderados al centro. Tras la edificación de las concepciones políticas a partir de gérmenes clasistas, muchos creyeron que un proceso de relativa igualación económica, política y social, podría conducir al fin de las clases y, por tanto, de sus ideales y cosmovisiones. Tras la revolución industrial y la emergencia de la sociedad de masas, las ideas de izquierdas, centros y derechas –de matriz eurocéntrica- tenían como base la disputa eminentemente moderna entre el factor capital y el factor trabajo. Tal división era un subproducto del régimen capitalista y, como tal, sigue existiendo hoy, bajo otras modalidades, con otras expresiones. Pero justo es reconocer que no sigue ejerciendo ese rol nuclear que tuvo en la dinámica política de buena parte del siglo XX. La política en ese sentido se ha complejizado. Existen hoy disputas ecológicas, de género, raciales, de orientación sexual, incluso de formas de organización, que no calzan dentro de la concepción cerrada y tradicional de las derechas, centros e izquierdas.

En ese sentido, aunque la política moderna fue diversa, hoy lo es más aún. Se han levantado miles de nuevos puntos de fricción que han adquirido autonomía y personalidad propia. Ello invita a pensar en una redefinición de las categorías. Y yo estoy convencido de que tal cosa ha venido ocurriendo. Porque ser de izquierda hoy implica muchas más cosas, diferentes y nuevas, que las que implicaba hace 20 años. Como ser de izquierda en Venezuela es una cosa distinta a serlo en Singapur. Los conceptos se han moldeado para seguir explicando la realidad. ¿Qué duda cabe que la defensa del derecho de las mujeres a disponer sobre su cuerpo o la potestad familiar de poner fin a la vida de uno de sus miembros en coma son posiciones de marcaje progresista? Y por el otro lado ¿Quién puede debatir que la defensa a ultranza del Estado mínimo, la economía de mercado y el incentivo a la competencia en la prestación de servicios básicos como la salud y la educación son posturas más vinculadas a algún pensamiento de derecha? Derechas, izquierdas y centros se han ampliado, han crecido y se han llenado de nuevos significados, a pié de los dictados de la misma realidad.

Simplificación de la Política

Paradojicamente, un amplio grupo de gente sostiene que lo que hemos vivido recientemente, bajo la ola de extensión de la fórmula de libre mercado en la economía y democracia representativa en la política, es un proceso de simplificación del debate ideológico, con una consustancial reducción de las diferencias. Es el verbo, por ejemplo, de la OEA y de la Unión Europea. Algo a favor de ellos juega el hecho de que las opciones más extremas del continuum derecha-izquierda, han perdido vigencia por su incapacidad de ofrecer soluciones viables. Sin embargo, una cosa es la moderación de las alternativas y la construcción de consensos mínimos nacionales –que deben partir de acuerdos dentro de esas mismas naciones y no de imposiciones culturales globalizantes-, y otra cosa es la imposición de una única forma de ver y hacer la política. Existen diferencias entre un gobierno como el de Alan García y otro como el de Lula da Silva. Y eso a pesar de que, nominalmente, ambos comparten un basamento de democracia, Estado de derecho y mercado. El que se trasladen las disputas de conflictos principistas como los pasados capitalismo-comunismo, democracia liberal-democracia popular, estatismo-neoliberalismo, a miles de pequeñas diferencias menores, que marcan matices, no nos autoriza a certificar la desaparición de las concepciones ideológicas como sí su reformulación. (Continuará en segunda parte)

Carlos Miguel Rodrígues
03 de abril de 2010

2.4.10

El Triunfo

Ese fue el título de la primera novela de ficción de John Kenneth Galbraith. Canadiense de nacimiento, estadounidense de formación, Galbraith fue un economista atípico. Tuvo convicciones progresistas en un clima intelectual en el que privaba el pensamiento librecambista estrecho y unívoco, mayoritario en la academia estadounidense incluso durante los 30 del New Deal o los 60 de la Great Society. Proclamó una formación teórica crítica y de claras influencias keynesianas, abiertamente confrontada con el razonamiento dogmático que pretendía trasladar las ventajas teóricas de un modelo ideal –la competencia perfecta y su correlato antropológico, el homo economicus- al funcionamiento de una economía concreta y real. Reclamó el reconocimiento de la influencia que ejercían los factores políticos y sociales en el análisis económico, en momentos en que era la regla lo contrario: los investigadores de otras disciplinas sociales incursionaban insistentemente en la metodología econométrica con la intención de darle mayor rigor y valor ‘científicos’ a sus trabajos. Finalmente, John Kenneth Galbraith le habló al gran público. Y sabemos que muy pocos economistas descienden de su pedestal para hacer tal cosa.

Por evidentes razones, Galbraith no era el más apreciado intelectual de su época. Fue uno, quizá el primero, de esos economistas estadounidenses brillantes que en su país son pocos conocidos y, cuando conocidos, poco queridos, pero cuyos trabajos les ganan fama y reconocimiento en el exterior. Algo similar a lo que les sucede actualmente a Joseph Stiglitz y Paul Krugman, dos Premios Nobel de Economía cuyas palabras son tomadas como ‘retórica izquierdista’ por parte del grueso de la sociedad norteamericana, esa misma que Galbraith llamó en una de sus obras maestras ‘la sociedad opulenta’, negada a escuchar la verdad incómoda.

Nuestro autor, acostumbrado a enfrentar un ambiente tan hostil, se hizo ducho en el arte del sarcasmo y la paradoja. Precisamente fue a través de estas herramientas que Galbraith afrontó el reto intelectual de elaborar una narración novelesca. Su experiencia personal como diplomático es, a simple vista, el complemento edificante de esta historia. El Triunfo es un libro corto de argumento simple y de propósito concreto: en no más de de 200 páginas, el economista describe el devenir político de la latinoamericana y no muy imaginaria República de Puerto Santos, con el objetivo de demostrar la desacertada, incoherente y mal fundamentada política exterior norteamericana hacia la región durante la Guerra Fría.

En Puerto Santos, el largo y tiránico gobierno del presidente Martínez llega a su fin, bajo la revuelta de un grupo de ex soldados y civiles descontentos, entre los que se contaba un tal Aragón, de filiación aparentemente comunista. A este régimen de Martínez lo llevó a su muerte el descontento social, madurado en un ambiente de corrupción masiva y agravamiento del desempleo. Hasta el último de sus días, contó con el apoyo del Gobierno de los Estados Unidos o, para ser más exactos, de dos funcionarios claves dentro de la administración federal: el embajador en Puerto Santos, John Pethwick, y el subsecretario de Estado para asuntos hemisféricos y Jefe del programa Alianza para el Progreso, Worth Campbell. A ambos les asemejan dos cosas. Por un lado, un profundo sentimiento anticomunista, que les convence del papel primordial que debe jugar el Departamento de Estado en la defensa del ‘mundo libre’. Por el otro, un desprecio igual de profundo hacia los funcionarios diplomáticos más jóvenes, demasiado ‘liberales’ para entender el peligro comunista en permanente acecho.

Durante la crisis, Pethwick surtió a Campbell de reportes tranquilizadores sobre la situación interna y el solido control de Flores –capital de Puerto Santos- por parte de las fuerzas leales a Martínez, insumos suficientes para que el Subsecretario condujera una inteligente maniobra política que permitió mantener intacto el apoyo económico, militar y diplomático a Puerto Santos hasta el último día de Martínez. Ante la debacle, la camarilla de militares adictos al gobernante –más que a él, a su dinero y a los privilegios que reportaba estar en su círculo de confianza- le dejó refugiado en la Embajada de Paraguay y se mantuvo firme en sus puestos, dispuestos a comandar una contrarrevolución al mínimo descuido.

Así, Pethwick salía de Puerto Santos por su incapacidad para prever el final de Martínez y éste salía también del país dejando una economía quebrada. El nuevo Presidente era el jefe de la rebelión, el liberal moderado José María Miró. Conformó rápidamente un Gobierno mitad de rebeldes, mitad de militares fieles al ex presidente. Tras largas negociaciones, ubicó a dos colaboradores con fama de comunistas en dos carteras claves: Luis Carlos Madera como Ministro de Interior y jefe de la Policía y Roberto Ryan como Ministro de Educación. Error fatal. Los comunistas, desde el punto de vista del Departamento de Estado y la CIA, solo necesitan dos instrumentos para llevar al éxito sus conspiraciones violentas, el de la represión y el del adoctrinamiento. Y bajo Miró, los tenían.
Suficiente información para que Campbell emprendiera una campaña intra-gubernamental en contra de la reanudación de la cooperación bilateral con Puerto Santos, rota desde la caída de Martínez. Sostenía que sería insensato ayudar a un régimen que potencialmente podía ser controlado por los comunistas. Tal cosa convertiría Puerto Santos en una segunda Cuba. Ya existían experiencias previas que demostraban el serio error de aflojar la presión. El comunismo no descansa en su objeto de acabar con el mundo libre. Así, y a pesar de los ruegos de Miró y del largo viaje por Washington de su Ministro de Finanzas, Puerto Santos no recibiría un solo dólar hasta que se comprobara la absoluta imposibilidad de que se instaurase un régimen comunista en su gobierno.

Sin embargo, la verdad era muy distinta y los llamados funcionarios ‘liberales’, la conocían bien. Miró era un reformista moderado. El poder real de los elementos comunistas en Puerto Santos era casi nulo. No más de cincuenta individuos en todo la nación habían escuchado hablar de un tal Marx. El único peligro realmente existente era el de un golpe de Estado de las fuerzas reaccionarias, que restaurarían un régimen tan opresivo como el de Martínez. Y un gobierno de ese tipo, apoyado por Estados Unidos, sí que maduraría condiciones para el fortalecimiento de las voces antiestadounidenses y anticapitalistas. Para vedar ese riesgo, se debía aprobar rápidamente el apoyo diplomático, económico y militar a Miró, lo que le permitiría cumplir sus promesas de más empleos, más viviendas y una modesta reforma agraria, además de equilibrar el presupuesto y evitar el soliviantador impago a los soldados. En fin, se trataba de una ayuda que le daría a Miró la posibilidad de mantener el apoyo popular, torear el descontento militar y llevar el país a elecciones libres.

Sin embargo, los jóvenes liberales no podrían doblegar al experimentado e intrigante Campbell. Sus patrañas se impusieron, incluso sobre algunos coqueteos hacia el razonamiento liberal del propio Presidente. Evidencia del funcionamiento burocrático de la administración diplomática, que Galbraith conocía muy bien. En su afán por no ayudar a Miró –o lo que era lo mismo, por ver el fin de su gobierno- Campbell llegó a interesarse por el silente y ensimismado hijo de Martínez. Juan cursaba estudios en Ciencias Políticas en la Universidad de Michigan gracias a una beca que le confirió una contratista favorecida por su padre. Poco tenía que ver con el gobierno del viejo Martínez y de su caída poco se conmovió. Sin embargo, nada apuntaba a lo que inesperadamente sucedería.

Así las cosas, sobrevino el inevitable derrocamiento de Miró. Un golpe militar del viejo lugarteniente de Martínez, el general Pérez, no encontró mayores resistencias. Pocos días antes, había llegado Juan Martínez a Puerto Santos. Usualmente callado, solo se supo que visitaría a su madre por las fiestas de Navidad. Luego se sabría que sus intenciones eran otras.

El general Pérez le llama a Palacio y le pide ejercer la Presidencia. Con apenas unos veintitantos años, Martínez duda pero acepta, bajo la condición de que los viejos militares brindaran toda la colaboración necesaria para cubrir su inexperiencia. Ellos aceptan, seguros de que serán los reales detentadores del poder. Por el Departamento de Estado, también hubo algunos suspiros de alivio: Campbell abogó por el retorno de Pethwick a la Embajada. Frente a la prensa y frente al Congreso –ambos dominados por los despreciables liberales- Estados Unidos había hecho lo correcto. Para Campbell, la situación era inmejorable.

El joven Martínez empezó a tomar confianza, gracias a la restablecida cooperación norteamericana. Recibió cargamentos de nuevas armas y el presupuesto público se reflotó con créditos estadounidenses. Para negociar con el viejo Pethwick, hizo gala de su conocimiento de la cultura de Michigan, ganado en sus años de vida estudiantil. Empezó a tomar medidas autónomas: a sus colaboradores militares de la vieja guardia, les nombró embajadores en el país de elección, con bonos salariales que arrancaron sonrisas. En pocos meses, anunció un Plan Quinquenal. Luego, pasó todas sus propiedades individuales –heredadas del viejo imperio Martínez, léase la mayor parte de la economía productiva portosantina- a propiedad estatal. Poco después, emprendió una integral reforma agraria, reconoció a los países del área socialista y colocó la función educativa a cargo de un órgano similar a un partido político. Finalmente, pensionó a los oficiales militares que quedaban y anunció el cambio de nombre de las fuerzas militares, de Ejército a Milicia. La gota que derramó el vaso. Estados Unidos suspendió su ayuda a Puerto Santos.

Ante todas las iniciativas previas, Martínez había recibido a un preocupado Pethwick, a quien había tranquilizado alegando razones ajustadas a la cultura norteamericana para cada una de las medidas adoptadas. Señaló que es una característica intrínseca al derecho de propiedad, la potestad de donar los bienes propios. Explicó que el Plan Quinquenal estaría basado en los lineamientos establecidos por la Universidad de Harvard. Sostuvo que la reforma agraria se inspiraba en la Alianza para el Progreso. En fin, construyó un régimen soviético bajo las narices vigilantes del ‘experimentado’ Pethwick y con el apoyo del anticomunista Departamento de Estado.

Y si se preguntan qué sucedió con Madera, Ryan y el acechante Aragón, los peligrosos comunistas de Miró, la paradoja adquiere grado de desconcierto. Madera fue arrestado por lo mucho que conocía de los archivos policiales y por lo mucho que gustaba de hablar de más. Ryan está bajo tierra. Sus inclinaciones trostkistas le regalaron el fusilamiento a manos del comandante Aragón. Sí, Aragón terminó Jefe de la Milicia y Ministro de Interior, aliado principalísimo de Martínez. Su fidelidad a la URSS fue premiada.

La novela descubre las paradojas de una política exterior dogmática e ignorante, aunque presumiblemente bienintencionada. Así fue ayer, mediante el fiel apego a un anticomunismo visceral que golpeaba con sus manotazos a regímenes democrático-liberales pero protegía a gobiernos de corte incluso protofascista. Así es hoy, con bases militares y pretensiones de policía, fiscal y juez del comportamiento de gobiernos soberanos. Esperemos así no sea mañana.
Carlos Miguel Rodrígues
02 de abril de 2010

23.3.10

Francia 2012

Suena a Mundial de fútbol, pero muy poco tiene que ver con eso. Tras la severa y estrepitosa derrota de Nicolás Sarkozy y su centroderechista Unión por un Movimiento Popular (UMP), asomada en la primera y profundizada en la segunda vuelta de las elecciones regionales, la clase política francesa se ha colocado cara a cara con las presidenciales del 2012. Hasta entonces, no está prevista otra convocatoria electoral y, más allá de las permanentes encuestas de opinión e intención de voto, los partidos políticos no tendrán más comprobado criterio sobre sus simpatías y rechazos. Al respecto, es muy poco probable que este cronograma cambie: como régimen semipresidencial, los galos no padecen de la inestabilidad del parlamentarismo europeo, que convoca elecciones adelantadas cada vez que los Primeros Ministros sufren un catarro –para el caso italiano, cada vez que el Primer Ministro va a dormir, a excepción de si lo hace en Villa Certosa bien acompañado de prostitutas de lujo.

La izquierda ha sabido capitalizar el voto castigo por medio del cual algunos franceses –la abstención rondó el 50%, poco más en la primera, poco menos en la segunda vuelta- han expresado su descontento con los tres años de gestión de Sarkozy. En el 2007, éste entraba al Elíseo con grandes expectativas que satisfacer y con una oposición desarticulada y desmoralizada. Aunque no fue por un muy amplio margen –seis puntos porcentuales en la segunda vuelta- la victoria de la UMP en las pasadas presidenciales sometía a rígida consideración la conveniencia de la ruta política adoptada por el Partido Socialista, cabeza tradicional de la izquierda. Su candidata, Ségolène Royal, había librado antes de llegar a la candidatura oficial una dura y desgastante batalla contra los líderes tradicionales del socialismo francés y, para convencer y vencer, se había arrojado encima la bandera de la ‘renovación’ de la izquierda. La derrota ponía en duda si tal tesis había realmente cumplido el papel de revitalizar a los sectores progresistas y se abrió entonces una etapa de lamentaciones, responsabilidades cruzadas y fragmentación profunda.

Ese estado de ánimo se ha mantenido mal que bien durante lo que va de administración Sarkozy. Por ello es fácil deducir que la izquierda hizo pocos méritos para ganar estas regionales. Solo estuvo ahí, hizo presencia, y espero que Sarkozy errara, para captar ese caudal que le iría abandonando.

Después de un domingo en el que poco más de la mitad de los votantes - 54% - colocaron la confianza en el bloque de socialistas, comunistas y ecologistas y tan solo un tercio -35%- en la derecha, el clima ha cambiado radicalmente.

En el Gobierno, se buscan responsables. Sarkozy ha remodelado su gabinete, sacrificando algunas figuras importantes como ‘chivos expiatorios’ de tan sensible derrota. Aprovechando su debilidad, el día de hoy los principales sindicatos –que han venido librando una larga lucha en contra de las reformas neoliberales- han convocado y materializado una jornada de huelgas y protestas. Como respuesta, el Ejecutivo ha abandonado uno de sus proyectos bandera: la tasa de carbono debía ser un nuevo enrevesado impuesto para las empresas, que había sido objeto de críticas incluso en la UMP y que ahora ha sido enterrado por sus ‘efectos contra la competitividad’ y la ‘complejidad de su aplicación’. Es evidente que Sarkozy no desconoce los últimos números de la demoscopia, que ubica a un 58% de los franceses como negados a que el hijo de inmigrantes y vocero anti-inmigración, se postule nuevamente. Ceder y virar, podrían ser verbos clave de lo que resta de su gobierno.

Por la izquierda, el ambiente es animoso pero no triunfalista. Saben que falta mucho y aún se deben superar diferencias internas que, sobretodo en el PS, no desaparecen sino que se incrementan por la mayor cercanía de la victoria. La casi segura candidatura no tiene aún nombre pero si género: Martine Aubry o Ségolène Royal, dos mujeres de la nueva generación socialdemócrata del partido. Además, aún está por verse si las izquierdas francesas –porque son varias y diversas- podrán unificarse desde la primera vuelta alrededor de una de estas damas, o nuevamente disgregarán el voto para reunificarlo en una hipotética segunda vuelta.
Aún falta camino por recorrer. Este podría ser un caso excepcional en una Europa que ha roto en los últimos años con la lógica tradicional. Y es que ha sido la izquierda europea la que ha pagado con descenso electoral los perniciosos efectos sociales de una crisis generada por la voracidad del libertinaje financiero, producida a su vez bajo la antes santificada dupla liberalización-desregulación. En casi toda Europa gobiernan los populares y democristianos, que ahora hablan de regulación y control estatal y critican la especulación risible de los mercados financieros, olvidando y haciendo olvidar sus inmensas presiones a favor del laissez faire. Sin embargo, valga decir que la desconfianza hacia la izquierda no solo se sustenta en la falaz idea clásica de que la derecha maneja mejor la economía, sino en el hecho verídico de que los socialdemócratas asumieron en los últimos tiempos el papel de opción no alternativa, reproduciendo en similares modos las políticas neoliberales que condujeron a esta crisis. La incapacidad de mantener un perfil ideológico-político propio –su abandono de todas las propuestas progresistas en el ámbito económico y su sumisión al neoliberalismo rampante- pesa tanto en esta retirada progresista como los mitos y falacias clásicas y la evidente hipocresía conservadora, que postula un Estado bombero y un mercado pirómano trabajando en turnos sucesivos.

En fin, en Francia el juego está abierto. Y los movimientos que desde este momento se hagan serán decisivos en el resultado electoral de 2012. La izquierda francesa, de longeva y gloriosa historia, parte con una relativa ventaja. Dependerá de ella no tirarla por la borda en el camino. Siempre será un reto de coraje, inteligencia y voluntad cumplir lo que Royal postuló como objetivo estratégico de los socialdemócratas del viejo continente: convertir la mayoría de izquierda que existe en el corazón de los europeos en mayoría también en sus papeletas electorales. En el caso francés, conocidos por tener el corazón a la izquierda y el bolsillo a la derecha, se trata de demostrarle que el bolsillo izquierdo también puede cuidar su dinero.

Carlos Miguel Rodrígues
23 de marzo de 2010

20.3.10

Las voces de la historia y el socialismo

La historia, como dijo recientemente Oscar Arias, se escribe en borrador. Ese libro de páginas infinitas está lleno de tachones, errores de ortografía y sintaxis, citas sin referencias, frases inconclusas y párrafos sin terminar. De lectura escabrosa y enredada, es siempre difícil sacar de sus páginas conclusiones claras ni mucho menos lecciones precisas. La historia no habla como un predicador evangélico ni como una maestra de escuela. No tiene todas las respuestas y en ocasiones, las que dice tener, no sabe transmitirlas. Pero por más complicada que sea la materia, no deja de ser imperioso el cumplimiento puntual de todas sus asignaciones. Los que no aprenden de la historia están condenados a repetirla.

En estas primeras décadas del siglo XXI, la humanidad está haciendo dos siglos del parto de uno de sus hijos más esperanzadores y, a la vez, más decepcionantes: el socialismo. Nació con ilusiones de enclave de vida comunitaria y ascética. Vivió una niñez de juegos y padecimientos, ensayos y errores. Se multiplicó en experimentos de organización social, unos mirando al pasado, otros mirando al futuro. Cuando despuntaba su primera barba juvenil y engrosaba su voz, se hizo a la vez ciencia y movimiento de masas. Aumentó el peso de sus ideas y los brazos de su legión. Se internacionalizó y se subdividió, cual célula, una y otra y otra vez. Sus debates eran intensos, productos de convicciones profundas. Ocupó corazones y gobiernos. Anduvo territorios y caminos. A veces en sus manos iban armas, a veces libros, a veces papeletas electorales, a veces todas ellas en un confuso y abigarrado amasijo. De adulto, cuando más podía caminar, cuando era más alto y cuando podía sobreponerse de mejor forma a sus tradicionales limitaciones, repentinamente, dejó de pensar, dejó de soñar, dejó de imaginar un futuro distinto al presente.
En definitiva, dejó de debatir. Se apoltronó. Unos, en su nombre, acondicionaron el sistema que querían superar. Otros, criticando a aquellos, idearon un nuevo método para expoliar al trabajador. Y en su dejadez, se estancó y perdió contacto con la realidad. Cambió avances y derechos sociales por cifras de producción. Igualose a industrialización y tachó una de las variables de su fórmula: desapareció el poder popular, taponeado por un partido tan vertical que producía vértigo y un Estado tan burocrático que provocaba sueño, aunque nadie negara que buen y privilegiado dormir se encontraba en sus compactas y selladas estructuras. En su estado senil, muchos presentían la inevitable muerte e intentaron desentenderse, tomar distancia, recrear. Pero ni ellos se salvaron. Cuando murió, caído su propio peso, por su obesidad inmovilizante, aplastó en su derrumbe todo lo que bajo su nombre se había dicho y hecho.

Y días pasaron en los que su sola enunciación era pecaminosa. Días oscuros, que anunciaban el fin de la historia. El último gran sueño humano, que pretendía ofrecer una respuesta alternativa a la pregunta socrática -¿cómo habremos de vivir?- y que llegó a brindar cobijo y bandera a la gigantesca mayoría de las luchas de toda una era, estaba bajo tierra, en la paz de los sepulcros. Y su herencia no tenía quien la reclamase.

Y sin embargo, tras noches de silencio, el socialismo ganó nuevos voceros. América Latina dio un paso al frente y, por su característica irreverente juventud, se negó al servil conformismo. Bajo un término –socialismo del siglo XXI-, medio viejo, medio nuevo, puso un pie en el pasado y el otro en el futuro. Y prometió, cual nuevo jefe de empresa en bancarrota, no cometer los mismos errores. Revisar los libros contables hasta el último de sus reportes. Y así empezó a marchar. Desde el mundo, trasnochados y en luto, los progresistas miraron a Venezuela, con alguna chispa en los ojos que delataba esperanza.
Por enero, hicieron 5 años desde que se anunció el inicio de las obras para su edificación. Y la misma pregunta repica en todos los que alguna vez pusieron así fuese un ápice de interés curioso en este nuevo ensayo: ¿Se repiten los mismos errores? ¿Realmente se hizo la tarea de revisar todo lo que hoy sabemos condujo a los dolorosos fracasos del pasado? ¿Se está inventando? ¿O se está errando?

Cualquier consideración desapasionada hacia la experiencia soviética puede dar con muchos errores, muchas omisiones. Pero al menos yo, estoy convencido que una de las desviaciones primigenias, causantes de muchas otras, fue el cierre al debate, a la discusión, al diálogo interno. El silencio impuesto y autoimpuesto, sobretodo por supuesta solidaridad ante el ataque del enemigo, se hizo cómplice de las peores cosas. El germen autoritario clausuró las puertas de los espacios de debate, amordazó a los trabajadores y a los intelectuales, les quitó todos sus mecanismos de organización, y los hizo entrar en una sola estructura, donde tenía ojos y oídos en todas las esquinas y en donde podía castigar con mayor facilidad. Adiós a los sindicatos, adiós al multipartidismo ‘burgués’, adiós a los consejos de obreros, campesinos y soldados. Si quieren participar, aquí está el gran Partido, cuyo liderazgo está ungido por las sacrosantas virtudes de la clarividencia, el sentido histórico y la infalibilidad. Era un razonamiento simple: si tenemos nosotros todas las verdades ¿Para qué escucharle a ustedes? ¿Para qué deberían ustedes tener el derecho siquiera de hablar? Ah, ¡claro! Para asentir. ¡¿Disentir?! Tal cosa es herejía, traición, señal de solventes servicios a la causa burguesa, capitalista, imperialista. Y de esta forma, diferencias de opinión o de interés eran aniquiladas bajo ese expediente, tan poderoso como fútil.

Si alguien encuentra puntos en común con lo que ha sucedido en nuestro país, quizá sea algo más que una coincidencia. El germen autoritario está aquí y está actuando de forma bastante similar. Problemas de gestión pública no pueden ser denunciados, porque eso es dar munición al adversario. Las críticas hechas ante visibles desapegos al proyecto inicial, evidentes falsificaciones de la ética que sustenta tal proyecto, son castigados con la excomulgación. Si los intelectuales hablan de hiperliderazgo, se les golpea. Si un Gobernador pide debate interno, se le escupe. Si un partido pide respeto para sus decisiones, se le desconoce. En un ejercicio infinito de clara intención electoral, se traspasa al que disiente en el detalle al bando del enemigo irreconciliable. Por el contrario, el servilismo, la extenuante repetición de argumentos ajenos, el silencio cómplice, son señales de virtud revolucionaria. Lamentablemente, cada vez se parece menos esto a una construcción colectiva. Y el socialismo es, por definición, colectivo. A las claras: sin democracia no hay socialismo posible.

La imposición de uniformidades y la intención polarizante –‘o estás conmigo, o estás contra mi’-, la soberbia -`quien traiciona a Chávez se muere políticamente’-, el autoritarismo y la improvisación –‘exprópiese’-, son filosos cuchillos en el cuello de este proceso de cambios sociales. Nada debe costar ni en términos políticos ni en términos materiales, abrir un debate interno en el que se permitan las autocríticas, las reflexiones propias, la construcción colectiva, el liderazgo compartido. Darle a la militancia voz propia. Que las decisiones cambien de dirección: que el líder de la revolución tenga en ocasiones el coraje de sentarse y escuchar y que la militancia tenga también el valor de levantarse y hablar. Una revolución, un Estado, ni siquiera un Gobierno, pueden depender exclusivamente de la voluntad de un hombre.

Lamento ser pesimista. Yo también quisiera que esta oportunidad histórica de hacer de la venezolana una sociedad más justa, incluyente, solidaria y consciente, no se perdiera en un encadenamiento inacabable de defenestraciones y perversiones. No soy el único. No son solo los del PPT o el ‘pequeñoburgués’ de Henri Falcón. Allí, adentro, en el mismo corazón chavista, entre los jóvenes, hay este mismo sentimiento. Pero esa larga cadena no se romperá sino a través de una rectificación de fondo, cuando abramos el debate para escuchar incluso aquello que hasta hoy nos ha sonado a discurso opositor. La calle habla, la realidad se mueve, el descontento crece. Y cerrar los ojos o dar la espalda no harán que tales tendencias se reviertan o si quiera detengan. Hay que ser valientes. Hay que inventar. Hay, en definitiva, que imprimirle un giro al chantaje de Saint Just -‘la revolución se defiende en bloque. Quien la discute en el detalle, la traiciona’- y decir: ‘Quien defiende la revolución, la quiere viva. Quien calla en complicidad, la condena a muerte’.

Carlos Miguel Rodrígues
20 de Marzo de 2010