20.3.10

Las voces de la historia y el socialismo

La historia, como dijo recientemente Oscar Arias, se escribe en borrador. Ese libro de páginas infinitas está lleno de tachones, errores de ortografía y sintaxis, citas sin referencias, frases inconclusas y párrafos sin terminar. De lectura escabrosa y enredada, es siempre difícil sacar de sus páginas conclusiones claras ni mucho menos lecciones precisas. La historia no habla como un predicador evangélico ni como una maestra de escuela. No tiene todas las respuestas y en ocasiones, las que dice tener, no sabe transmitirlas. Pero por más complicada que sea la materia, no deja de ser imperioso el cumplimiento puntual de todas sus asignaciones. Los que no aprenden de la historia están condenados a repetirla.

En estas primeras décadas del siglo XXI, la humanidad está haciendo dos siglos del parto de uno de sus hijos más esperanzadores y, a la vez, más decepcionantes: el socialismo. Nació con ilusiones de enclave de vida comunitaria y ascética. Vivió una niñez de juegos y padecimientos, ensayos y errores. Se multiplicó en experimentos de organización social, unos mirando al pasado, otros mirando al futuro. Cuando despuntaba su primera barba juvenil y engrosaba su voz, se hizo a la vez ciencia y movimiento de masas. Aumentó el peso de sus ideas y los brazos de su legión. Se internacionalizó y se subdividió, cual célula, una y otra y otra vez. Sus debates eran intensos, productos de convicciones profundas. Ocupó corazones y gobiernos. Anduvo territorios y caminos. A veces en sus manos iban armas, a veces libros, a veces papeletas electorales, a veces todas ellas en un confuso y abigarrado amasijo. De adulto, cuando más podía caminar, cuando era más alto y cuando podía sobreponerse de mejor forma a sus tradicionales limitaciones, repentinamente, dejó de pensar, dejó de soñar, dejó de imaginar un futuro distinto al presente.
En definitiva, dejó de debatir. Se apoltronó. Unos, en su nombre, acondicionaron el sistema que querían superar. Otros, criticando a aquellos, idearon un nuevo método para expoliar al trabajador. Y en su dejadez, se estancó y perdió contacto con la realidad. Cambió avances y derechos sociales por cifras de producción. Igualose a industrialización y tachó una de las variables de su fórmula: desapareció el poder popular, taponeado por un partido tan vertical que producía vértigo y un Estado tan burocrático que provocaba sueño, aunque nadie negara que buen y privilegiado dormir se encontraba en sus compactas y selladas estructuras. En su estado senil, muchos presentían la inevitable muerte e intentaron desentenderse, tomar distancia, recrear. Pero ni ellos se salvaron. Cuando murió, caído su propio peso, por su obesidad inmovilizante, aplastó en su derrumbe todo lo que bajo su nombre se había dicho y hecho.

Y días pasaron en los que su sola enunciación era pecaminosa. Días oscuros, que anunciaban el fin de la historia. El último gran sueño humano, que pretendía ofrecer una respuesta alternativa a la pregunta socrática -¿cómo habremos de vivir?- y que llegó a brindar cobijo y bandera a la gigantesca mayoría de las luchas de toda una era, estaba bajo tierra, en la paz de los sepulcros. Y su herencia no tenía quien la reclamase.

Y sin embargo, tras noches de silencio, el socialismo ganó nuevos voceros. América Latina dio un paso al frente y, por su característica irreverente juventud, se negó al servil conformismo. Bajo un término –socialismo del siglo XXI-, medio viejo, medio nuevo, puso un pie en el pasado y el otro en el futuro. Y prometió, cual nuevo jefe de empresa en bancarrota, no cometer los mismos errores. Revisar los libros contables hasta el último de sus reportes. Y así empezó a marchar. Desde el mundo, trasnochados y en luto, los progresistas miraron a Venezuela, con alguna chispa en los ojos que delataba esperanza.
Por enero, hicieron 5 años desde que se anunció el inicio de las obras para su edificación. Y la misma pregunta repica en todos los que alguna vez pusieron así fuese un ápice de interés curioso en este nuevo ensayo: ¿Se repiten los mismos errores? ¿Realmente se hizo la tarea de revisar todo lo que hoy sabemos condujo a los dolorosos fracasos del pasado? ¿Se está inventando? ¿O se está errando?

Cualquier consideración desapasionada hacia la experiencia soviética puede dar con muchos errores, muchas omisiones. Pero al menos yo, estoy convencido que una de las desviaciones primigenias, causantes de muchas otras, fue el cierre al debate, a la discusión, al diálogo interno. El silencio impuesto y autoimpuesto, sobretodo por supuesta solidaridad ante el ataque del enemigo, se hizo cómplice de las peores cosas. El germen autoritario clausuró las puertas de los espacios de debate, amordazó a los trabajadores y a los intelectuales, les quitó todos sus mecanismos de organización, y los hizo entrar en una sola estructura, donde tenía ojos y oídos en todas las esquinas y en donde podía castigar con mayor facilidad. Adiós a los sindicatos, adiós al multipartidismo ‘burgués’, adiós a los consejos de obreros, campesinos y soldados. Si quieren participar, aquí está el gran Partido, cuyo liderazgo está ungido por las sacrosantas virtudes de la clarividencia, el sentido histórico y la infalibilidad. Era un razonamiento simple: si tenemos nosotros todas las verdades ¿Para qué escucharle a ustedes? ¿Para qué deberían ustedes tener el derecho siquiera de hablar? Ah, ¡claro! Para asentir. ¡¿Disentir?! Tal cosa es herejía, traición, señal de solventes servicios a la causa burguesa, capitalista, imperialista. Y de esta forma, diferencias de opinión o de interés eran aniquiladas bajo ese expediente, tan poderoso como fútil.

Si alguien encuentra puntos en común con lo que ha sucedido en nuestro país, quizá sea algo más que una coincidencia. El germen autoritario está aquí y está actuando de forma bastante similar. Problemas de gestión pública no pueden ser denunciados, porque eso es dar munición al adversario. Las críticas hechas ante visibles desapegos al proyecto inicial, evidentes falsificaciones de la ética que sustenta tal proyecto, son castigados con la excomulgación. Si los intelectuales hablan de hiperliderazgo, se les golpea. Si un Gobernador pide debate interno, se le escupe. Si un partido pide respeto para sus decisiones, se le desconoce. En un ejercicio infinito de clara intención electoral, se traspasa al que disiente en el detalle al bando del enemigo irreconciliable. Por el contrario, el servilismo, la extenuante repetición de argumentos ajenos, el silencio cómplice, son señales de virtud revolucionaria. Lamentablemente, cada vez se parece menos esto a una construcción colectiva. Y el socialismo es, por definición, colectivo. A las claras: sin democracia no hay socialismo posible.

La imposición de uniformidades y la intención polarizante –‘o estás conmigo, o estás contra mi’-, la soberbia -`quien traiciona a Chávez se muere políticamente’-, el autoritarismo y la improvisación –‘exprópiese’-, son filosos cuchillos en el cuello de este proceso de cambios sociales. Nada debe costar ni en términos políticos ni en términos materiales, abrir un debate interno en el que se permitan las autocríticas, las reflexiones propias, la construcción colectiva, el liderazgo compartido. Darle a la militancia voz propia. Que las decisiones cambien de dirección: que el líder de la revolución tenga en ocasiones el coraje de sentarse y escuchar y que la militancia tenga también el valor de levantarse y hablar. Una revolución, un Estado, ni siquiera un Gobierno, pueden depender exclusivamente de la voluntad de un hombre.

Lamento ser pesimista. Yo también quisiera que esta oportunidad histórica de hacer de la venezolana una sociedad más justa, incluyente, solidaria y consciente, no se perdiera en un encadenamiento inacabable de defenestraciones y perversiones. No soy el único. No son solo los del PPT o el ‘pequeñoburgués’ de Henri Falcón. Allí, adentro, en el mismo corazón chavista, entre los jóvenes, hay este mismo sentimiento. Pero esa larga cadena no se romperá sino a través de una rectificación de fondo, cuando abramos el debate para escuchar incluso aquello que hasta hoy nos ha sonado a discurso opositor. La calle habla, la realidad se mueve, el descontento crece. Y cerrar los ojos o dar la espalda no harán que tales tendencias se reviertan o si quiera detengan. Hay que ser valientes. Hay que inventar. Hay, en definitiva, que imprimirle un giro al chantaje de Saint Just -‘la revolución se defiende en bloque. Quien la discute en el detalle, la traiciona’- y decir: ‘Quien defiende la revolución, la quiere viva. Quien calla en complicidad, la condena a muerte’.

Carlos Miguel Rodrígues
20 de Marzo de 2010

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