En días recientes he concluido la lectura de las memorias de Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal (Fed) entre 1987 y 2006. Sin duda un gran libro tanto por la calidad de su contenido como por la significación personal de su origen. Tiene el sello de toda autobiografía, llena de anécdotas personales. La mayoría de sus páginas las encomienda Greenspan a reflexionar sobre su vida profesional con especial dedicación a su paso por la Reserva Federal, por mucho el empleo más importante de su dilatada trayectoria.
La Fed es el equivalente norteamericano de nuestros Bancos Centrales y, como ellos, rige, controla y supervisa la política monetaria. Se trata de un organismo con una amplia autonomía funcional, garantizada a través de un estatuto vigente desde 1935. Su definición institucional cuenta con una serie de mecanismos que buscan resguardarle de las influencias del proceso político. Su Junta Directiva está compuesta por siete miembros, uno de ellos el Presidente. Aunque todos son nombrados por el Presidente de los Estados Unidos, sólo el Presidente de la Fed tiene un corto período de 4 años; los demás miembros ocupan sus cargos por 14 años. Y aunque periódicamente debe rendir cuentas al Congreso, la Fed genera y administra su propio presupuesto a partir de los beneficios reportados por los bonos del Tesoro y demás activos que posee.
Bajo el titulo de “La Era de las Turbulencias. Aventuras en un nuevo mundo” y a lo largo de 550 páginas, este reconocido estudioso de la economía hace un tránsito sobre las distintas etapas de su larga vida, para luego, apostado en el presente, reflejar sus posiciones y reflexiones en torno a una amplia diversidad de desafíos que agobian nuestros tiempos. Este aspirante frustrado a beisbolista y saxofonista nacido en el Nueva York de los años 20 hace gala de su superior intelecto e impecable manejo de información y datos duros para sustentar su tesis central: siempre, bajo cualquier condición o circunstancia, el mercado es más eficiente para distribuir recursos, generar riqueza y crear bienestar que la intervención pública o la planificación estatal. Si al mercado se le brinda un adecuado contexto que incluya un vigoroso Estado de Derecho y una irrestricta protección de la propiedad privada y se le libra de la agobiante y perjudicial intervención estatal, logra compaginar el beneficio individual con el beneficio social. No es casual que una de las frases más repetidas por Greenspan sea la famosa paradoja de Friedman: “las sociedades que privilegian la justicia y la anteponen a la libertad, terminan por perder ambas”.
A pesar de su sólida convicción pro mercado competitivo y a su adscripción política republicana, que incluye el apoyo a la introducción de mecanismos de mercado en la seguridad social, la atención sanitaria y la educación primaria y secundaria, Greenspan no niega una muy fraccionada parte de razón a sus contrincantes. El capitalismo competitivo, en su vertiginoso movimiento ascendente, redirige constantemente el capital en función de los cambiantes incentivos para la inversión. Se trata del maravilloso pero estresante proceso de “destrucción creadora”, por medio del cual el capitalismo genera bienestar y riqueza pero también vértigo y presión.
A través de la destrucción creadora, el capitalismo elimina los bolsones de producción poco rentable y redirige esos recursos, físicos, de capital y humanos, a nuevos sectores más productivos y de mayor valor agregado. Este provechoso y permanente proceso es susceptible de generar malestar por la sencilla razón de que uno de sus elementos es doloroso: la destrucción. A través de ella, trabajadores pierden sus empleos, empresas quiebran y economías nacionales se rezagan frente a sus competidores extranjeros. Y tras esto, está una mayor exigencia de profesionalización para estos nuevos desempleados, de mayor capacidad financiera para los empresarios caídos en desgracia y de mayor competitividad para esas economías. Sin duda un proceso agobiante; una competencia eterna en la que debemos estar permanentemente revisándonos y mejorando, sino queremos ser dejados atrás por la rueda indetenible de la innovación.
Greenspan reconocerá este proceso en su forma más nítida y acabada en el sistema financiero. A lo largo de su mandato en la Fed, Greenspan debió enfrentar el mayor desplome de Wall Street para una sola jornada – el lunes negro de 1987 - y la profunda crisis de las puntocom en el año 2000. En el exterior, debió presenciar y, en alguna ocasión, ayudar a solventar las crisis mexicana de 94, la surasiática del 97 y, originada por esta, la del rublo ruso un año después. Sin embargo, nada de esto le hizo perder la fe en el mercado financiero libre de regulaciones. Hoy, tras el derrumbe financiero más costoso de la historia, Greenspan insiste en su dogma. En recientes declaraciones a la BBC alertó sobre el peligro del proteccionismo y reiteró que el peor error que podría cometerse en los actuales momentos sería reforzar excesivamente la capacidad reguladora gubernamental, hasta llegar al punto de convertir al mercado de acciones, bonos y derivados financieros en un anquilosado sistema de procedimientos legales. De esta forma, perdería su naturaleza y sentido, asociados inseparablemente a la libertad de movimientos y la agilidad de los trámites.
En realidad, Greenspan y muchos otros fanáticos de la Escuela de Chicago tienen la firme creencia de que la actual crisis no se debió a un fallo del mercado. Aunque por décadas insistieron en el fin de las regulaciones, hoy encuentran la causa de la crisis en una defectuosa regulación gubernamental. Con el mayor desparpajo insinúan – decirlo cruda y directamente sería políticamente incorrecto en estos días – que no se puede culpar al mercado financiero de cumplir con su razón de ser y ajustarse a sus fines: es la naturaleza del mercado financiero la especulación acelerada y la persecución desaforada de altas tasas de ganancia al corto plazo. En todo caso, el mercado respondía sensata y racionalmente al boom del mercado inmobiliario. No era responsabilidad de los inversionistas como Lehman Brothers o AIG resguardan la estabilidad general del sistema financiero; ellos deben buscar su beneficio y el que asuman grandes riesgos es más bien loable que condenable. A todas luces, el riesgo es el motor de la economía y la prosperidad. Para resguardar y proteger al conjunto del sistema existen reguladores públicos. Con ello, estos adalides de la libertad terminan demostrándonos que, nuevamente, la culpa es del Estado.
Sin embargo, así como hace veinte años era palabra sagrado la predica neoliberal, hoy se está abriendo en el mundo la idea – relanzada en Pittsburg con un G-20 más sólido y con más funciones - de que necesitamos algún arreglo mixto, que coloque la mirada pública sobre la invisible mano smithiana. Bajo el influjo de estas nuevas ideas, muchos han señalado a Greenspan como uno de los responsables del desastre. El boom inmobiliario y la introducción masiva de títulos subprime – posesiones tituladas de baja calidad, caracterizadas por un alto riesgo asociado a un alto beneficio – se iniciaron bajo su Presidencia en la Fed. Frente a estas peligrosas tendencias, Greenspan no actuó preventivamente: al final de su libro, deja claro que durante sus casi veinte años en la Reserva Federal, entendió que la mejor acción era, en la gran mayoría de los casos, la omisión.
Criticado o alabado, sobre Greenspan siempre habrá, como sobre casi todos los hechos, personajes y acciones, dos visiones. Theotonio Dos Santos, en “Del Terror a la Esperanza”, critica a Greenspan por su incapacidad para deslastrarse del fetiche neoliberal de la inflación y le niega el renombrado título de “gurú” económico. El diario de la derecha española El Mundo se lo reasigna mientras que The Economist y The New York Times celebran las reflexiones de su libro como expresiones de un genio excepcional. A fin de cuentas, su posición ante la posteridad estará ineludiblemente vinculada al resultado de esta convulsionada redefinición de la política económica que estamos viviendo. A ella nos remitiremos.
Carlos Miguel Rodrígues
27 Sept. 2009
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