2.4.10

El Triunfo

Ese fue el título de la primera novela de ficción de John Kenneth Galbraith. Canadiense de nacimiento, estadounidense de formación, Galbraith fue un economista atípico. Tuvo convicciones progresistas en un clima intelectual en el que privaba el pensamiento librecambista estrecho y unívoco, mayoritario en la academia estadounidense incluso durante los 30 del New Deal o los 60 de la Great Society. Proclamó una formación teórica crítica y de claras influencias keynesianas, abiertamente confrontada con el razonamiento dogmático que pretendía trasladar las ventajas teóricas de un modelo ideal –la competencia perfecta y su correlato antropológico, el homo economicus- al funcionamiento de una economía concreta y real. Reclamó el reconocimiento de la influencia que ejercían los factores políticos y sociales en el análisis económico, en momentos en que era la regla lo contrario: los investigadores de otras disciplinas sociales incursionaban insistentemente en la metodología econométrica con la intención de darle mayor rigor y valor ‘científicos’ a sus trabajos. Finalmente, John Kenneth Galbraith le habló al gran público. Y sabemos que muy pocos economistas descienden de su pedestal para hacer tal cosa.

Por evidentes razones, Galbraith no era el más apreciado intelectual de su época. Fue uno, quizá el primero, de esos economistas estadounidenses brillantes que en su país son pocos conocidos y, cuando conocidos, poco queridos, pero cuyos trabajos les ganan fama y reconocimiento en el exterior. Algo similar a lo que les sucede actualmente a Joseph Stiglitz y Paul Krugman, dos Premios Nobel de Economía cuyas palabras son tomadas como ‘retórica izquierdista’ por parte del grueso de la sociedad norteamericana, esa misma que Galbraith llamó en una de sus obras maestras ‘la sociedad opulenta’, negada a escuchar la verdad incómoda.

Nuestro autor, acostumbrado a enfrentar un ambiente tan hostil, se hizo ducho en el arte del sarcasmo y la paradoja. Precisamente fue a través de estas herramientas que Galbraith afrontó el reto intelectual de elaborar una narración novelesca. Su experiencia personal como diplomático es, a simple vista, el complemento edificante de esta historia. El Triunfo es un libro corto de argumento simple y de propósito concreto: en no más de de 200 páginas, el economista describe el devenir político de la latinoamericana y no muy imaginaria República de Puerto Santos, con el objetivo de demostrar la desacertada, incoherente y mal fundamentada política exterior norteamericana hacia la región durante la Guerra Fría.

En Puerto Santos, el largo y tiránico gobierno del presidente Martínez llega a su fin, bajo la revuelta de un grupo de ex soldados y civiles descontentos, entre los que se contaba un tal Aragón, de filiación aparentemente comunista. A este régimen de Martínez lo llevó a su muerte el descontento social, madurado en un ambiente de corrupción masiva y agravamiento del desempleo. Hasta el último de sus días, contó con el apoyo del Gobierno de los Estados Unidos o, para ser más exactos, de dos funcionarios claves dentro de la administración federal: el embajador en Puerto Santos, John Pethwick, y el subsecretario de Estado para asuntos hemisféricos y Jefe del programa Alianza para el Progreso, Worth Campbell. A ambos les asemejan dos cosas. Por un lado, un profundo sentimiento anticomunista, que les convence del papel primordial que debe jugar el Departamento de Estado en la defensa del ‘mundo libre’. Por el otro, un desprecio igual de profundo hacia los funcionarios diplomáticos más jóvenes, demasiado ‘liberales’ para entender el peligro comunista en permanente acecho.

Durante la crisis, Pethwick surtió a Campbell de reportes tranquilizadores sobre la situación interna y el solido control de Flores –capital de Puerto Santos- por parte de las fuerzas leales a Martínez, insumos suficientes para que el Subsecretario condujera una inteligente maniobra política que permitió mantener intacto el apoyo económico, militar y diplomático a Puerto Santos hasta el último día de Martínez. Ante la debacle, la camarilla de militares adictos al gobernante –más que a él, a su dinero y a los privilegios que reportaba estar en su círculo de confianza- le dejó refugiado en la Embajada de Paraguay y se mantuvo firme en sus puestos, dispuestos a comandar una contrarrevolución al mínimo descuido.

Así, Pethwick salía de Puerto Santos por su incapacidad para prever el final de Martínez y éste salía también del país dejando una economía quebrada. El nuevo Presidente era el jefe de la rebelión, el liberal moderado José María Miró. Conformó rápidamente un Gobierno mitad de rebeldes, mitad de militares fieles al ex presidente. Tras largas negociaciones, ubicó a dos colaboradores con fama de comunistas en dos carteras claves: Luis Carlos Madera como Ministro de Interior y jefe de la Policía y Roberto Ryan como Ministro de Educación. Error fatal. Los comunistas, desde el punto de vista del Departamento de Estado y la CIA, solo necesitan dos instrumentos para llevar al éxito sus conspiraciones violentas, el de la represión y el del adoctrinamiento. Y bajo Miró, los tenían.
Suficiente información para que Campbell emprendiera una campaña intra-gubernamental en contra de la reanudación de la cooperación bilateral con Puerto Santos, rota desde la caída de Martínez. Sostenía que sería insensato ayudar a un régimen que potencialmente podía ser controlado por los comunistas. Tal cosa convertiría Puerto Santos en una segunda Cuba. Ya existían experiencias previas que demostraban el serio error de aflojar la presión. El comunismo no descansa en su objeto de acabar con el mundo libre. Así, y a pesar de los ruegos de Miró y del largo viaje por Washington de su Ministro de Finanzas, Puerto Santos no recibiría un solo dólar hasta que se comprobara la absoluta imposibilidad de que se instaurase un régimen comunista en su gobierno.

Sin embargo, la verdad era muy distinta y los llamados funcionarios ‘liberales’, la conocían bien. Miró era un reformista moderado. El poder real de los elementos comunistas en Puerto Santos era casi nulo. No más de cincuenta individuos en todo la nación habían escuchado hablar de un tal Marx. El único peligro realmente existente era el de un golpe de Estado de las fuerzas reaccionarias, que restaurarían un régimen tan opresivo como el de Martínez. Y un gobierno de ese tipo, apoyado por Estados Unidos, sí que maduraría condiciones para el fortalecimiento de las voces antiestadounidenses y anticapitalistas. Para vedar ese riesgo, se debía aprobar rápidamente el apoyo diplomático, económico y militar a Miró, lo que le permitiría cumplir sus promesas de más empleos, más viviendas y una modesta reforma agraria, además de equilibrar el presupuesto y evitar el soliviantador impago a los soldados. En fin, se trataba de una ayuda que le daría a Miró la posibilidad de mantener el apoyo popular, torear el descontento militar y llevar el país a elecciones libres.

Sin embargo, los jóvenes liberales no podrían doblegar al experimentado e intrigante Campbell. Sus patrañas se impusieron, incluso sobre algunos coqueteos hacia el razonamiento liberal del propio Presidente. Evidencia del funcionamiento burocrático de la administración diplomática, que Galbraith conocía muy bien. En su afán por no ayudar a Miró –o lo que era lo mismo, por ver el fin de su gobierno- Campbell llegó a interesarse por el silente y ensimismado hijo de Martínez. Juan cursaba estudios en Ciencias Políticas en la Universidad de Michigan gracias a una beca que le confirió una contratista favorecida por su padre. Poco tenía que ver con el gobierno del viejo Martínez y de su caída poco se conmovió. Sin embargo, nada apuntaba a lo que inesperadamente sucedería.

Así las cosas, sobrevino el inevitable derrocamiento de Miró. Un golpe militar del viejo lugarteniente de Martínez, el general Pérez, no encontró mayores resistencias. Pocos días antes, había llegado Juan Martínez a Puerto Santos. Usualmente callado, solo se supo que visitaría a su madre por las fiestas de Navidad. Luego se sabría que sus intenciones eran otras.

El general Pérez le llama a Palacio y le pide ejercer la Presidencia. Con apenas unos veintitantos años, Martínez duda pero acepta, bajo la condición de que los viejos militares brindaran toda la colaboración necesaria para cubrir su inexperiencia. Ellos aceptan, seguros de que serán los reales detentadores del poder. Por el Departamento de Estado, también hubo algunos suspiros de alivio: Campbell abogó por el retorno de Pethwick a la Embajada. Frente a la prensa y frente al Congreso –ambos dominados por los despreciables liberales- Estados Unidos había hecho lo correcto. Para Campbell, la situación era inmejorable.

El joven Martínez empezó a tomar confianza, gracias a la restablecida cooperación norteamericana. Recibió cargamentos de nuevas armas y el presupuesto público se reflotó con créditos estadounidenses. Para negociar con el viejo Pethwick, hizo gala de su conocimiento de la cultura de Michigan, ganado en sus años de vida estudiantil. Empezó a tomar medidas autónomas: a sus colaboradores militares de la vieja guardia, les nombró embajadores en el país de elección, con bonos salariales que arrancaron sonrisas. En pocos meses, anunció un Plan Quinquenal. Luego, pasó todas sus propiedades individuales –heredadas del viejo imperio Martínez, léase la mayor parte de la economía productiva portosantina- a propiedad estatal. Poco después, emprendió una integral reforma agraria, reconoció a los países del área socialista y colocó la función educativa a cargo de un órgano similar a un partido político. Finalmente, pensionó a los oficiales militares que quedaban y anunció el cambio de nombre de las fuerzas militares, de Ejército a Milicia. La gota que derramó el vaso. Estados Unidos suspendió su ayuda a Puerto Santos.

Ante todas las iniciativas previas, Martínez había recibido a un preocupado Pethwick, a quien había tranquilizado alegando razones ajustadas a la cultura norteamericana para cada una de las medidas adoptadas. Señaló que es una característica intrínseca al derecho de propiedad, la potestad de donar los bienes propios. Explicó que el Plan Quinquenal estaría basado en los lineamientos establecidos por la Universidad de Harvard. Sostuvo que la reforma agraria se inspiraba en la Alianza para el Progreso. En fin, construyó un régimen soviético bajo las narices vigilantes del ‘experimentado’ Pethwick y con el apoyo del anticomunista Departamento de Estado.

Y si se preguntan qué sucedió con Madera, Ryan y el acechante Aragón, los peligrosos comunistas de Miró, la paradoja adquiere grado de desconcierto. Madera fue arrestado por lo mucho que conocía de los archivos policiales y por lo mucho que gustaba de hablar de más. Ryan está bajo tierra. Sus inclinaciones trostkistas le regalaron el fusilamiento a manos del comandante Aragón. Sí, Aragón terminó Jefe de la Milicia y Ministro de Interior, aliado principalísimo de Martínez. Su fidelidad a la URSS fue premiada.

La novela descubre las paradojas de una política exterior dogmática e ignorante, aunque presumiblemente bienintencionada. Así fue ayer, mediante el fiel apego a un anticomunismo visceral que golpeaba con sus manotazos a regímenes democrático-liberales pero protegía a gobiernos de corte incluso protofascista. Así es hoy, con bases militares y pretensiones de policía, fiscal y juez del comportamiento de gobiernos soberanos. Esperemos así no sea mañana.
Carlos Miguel Rodrígues
02 de abril de 2010

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