23.10.09

Chile se sirve a la derecha

Todo parece indicar que Sebastián Piñera Echenique será el próximo presidente de Chile. Las encuestas de opinión así lo adelantan y El Mercurio así lo celebra. Después de veinte años de gobiernos concertacionistas – dirigidos en casi mitades exactas por socialdemócratas y por democratacristianos – la derecha está haciéndose camino con un candidato renovado, venido del mundo empresarial, con un pasado vinculado a la Democracia Cristiana, más proclive a la convivencia bajo un régimen de libertades y sin asociaciones con la dictadura pinochetista como las tenía el tradicional postulado Joaquín Lavín.

El propietario de Lan Chile, Chilevisión y el Colo-Colo – tres estandartes de la chilenidad – casi dobla en intenciones de voto al ex presidente Eduardo Frei, el abanderado oficial de una Concertación debilitada. Y debilitada por dividida: en el último sondeo del CERC, un disidente de la Concertación, el joven Marco Enríquez-Ominami, ha llegado a igualar las intenciones de voto de Frei y ha logrado dividir los apoyos de la Concertación. La izquierda extraparlamentaria – la que está fuera del parlamento no sólo por debilidad sino por el carácter excluyente del sistema electoral – ocupa posiciones marginales del electorado, pagando cara su fidelidad a posturas condenadas por una sociedad sumamente conservadora.

Buscar explicaciones a la intención de voto de un elector es siempre un ejercicio analítico predictivo que involucra apreciaciones vertidas desde todas las ciencias sociales. Se trata de una labor compleja que, ampliada a un conglomerado social, se llena de conjetura y se vacía de “ciencia”. Y especular es precisamente imprescindible si queremos entender como el candidato de una exitosa coalición gobernante – cuya Presidenta tiene un altísimo 71% de popularidad tras cuatro años de gobierno – no logra sumar más del 21% de las voluntades.

Al respecto se ha razonado y mucho. Se han arrojado infinidad de justificaciones, de las que vale la pena entresacar unas pocas que destacan por su poder explicativo. En primer lugar, hay un elemento de evaluación de gestión. Frei es el gobernante concertacionista que entregó el gobierno con menores índices de popularidad. Su gobierno, aunque con éxitos visibles en economía, educación y política exterior, estuvo marcado por sucesivas polémicas, que incluyeron el pase a retiro de Pinochet y su posterior arresto en Londres, la concesión de indultos a connotados violadores de Derechos Humanos y denuncias y disputas en materia ambiental y laboral.

En razón de ello, los chilenos no logran hacer una asociación – que no necesariamente es lógica – entre la administración Bachelet y Frei como candidato. Y a pesar de los esfuerzos tanto del Gobierno como del Comando de Campaña en transmitir esa conexión, los votantes no están convencidos de que Frei será la continuidad de Bachelet.

En general, por la naturaleza del cargo que se disputa y en especial por el carácter del propio sistema de gobierno latinoamericano, toda campaña presidencial está fuertemente influenciada por los rasgos personales del candidato. Ello es parte de una tendencia muy norteamericana, que ha vaciado de contenido las campañas electorales y ha sustituido la importancia del programa electoral o el signo de la plataforma partidista por la imagen personal del postulado. La mediatización de la política es especialmente fuerte en Chile, donde el acceso a las tecnologías de la información y la comunicación es superior a la media latinoamericana y se acerca a los niveles de la OCDE. Por ello, gran parte de la campaña se desarrolla desde los medios de comunicación y allí es donde resultan especialmente importantes las habilidades comunicativas y de expresión del candidato.

Precisamente de la historia personal y de la personalidad de los candidatos vienen buenas razones para entender este entuerto. Frei es un político tradicional, hijo de Presidente, de familia históricamente asociada a la clase política chilena. No tiene especial carisma ni grandes dotes que mostrar, sea como candidato-comunicador sea como gobernante-gerente. Por el contrario, Piñera es una estrella ascendente de la política chilena, a quien se le adjudica el éxito de reconstruir una fuerza política conservadora – su partido Renovación Nacional – que revitalizó a la demacrada derecha pinochetista y la vinculó de forma más realista a la nueva democracia chilena. Su carrera como empresario le brinda argumentos de exitoso gerente, especialmente pesados en una sociedad que rinde culto al éxito privado como señal de probidad. Su carisma, su hábil manejo de los medios, sus desvaríos hacia la farándula – fenómeno Obama – le acreditan preferencias.

De igual forma, incide sobre estas tendencias electorales el muy bien explotado dilema renovación - tradición; cambio – continuidad; futuro – pasado; juventud – vejez. Aunque los chilenos que ven los números están satisfechos con lo hecho por la Concertación durante estas dos décadas, empiezan a acusar cansancio del continuismo y se sienten tentados a comprar el discurso de la alternancia como señal de la salud y la vitalidad de la democracia. El elemento del cambio está impactando contudentemente en el electorado, sostenido por el error estratégico que cometió la Concertación al mirar al pasado para afrontar una coyuntura difícil. En el trasfondo está la idea de que es tiempo de premiar a esta derecha que ha sido capaz de renovarse, insertarse más cómodamente en la democracia y abandonar los dogmatismos casi religiosos. Y es tiempo de darle un descanso a la Concertación, hacerla pasar a la oposición y ver como se comporta. De acuerdo con esta visión, es imprescindible probar la resistencia de esta joven alabada democracia. Después de todo y producto del desarrollo político alcanzado, la política gubernamental continuará atada a ciertos elementos fijos que, gracias al éxito que han reportado, no podrán ser estructuralmente alterados.

Un razonamiento a todas luces muy peculiar. Parece extraño que aún luego de veinte años, en Chile se crea que el resguardo y la garantía más apropiada para la democracia radique en darle opción de gobierno a la derecha, el sector político que ha bloqueado reiteradamente las reformas democratizantes de la Constitución y a buena parte del cual aún deben sacársele con cucharilla las condenas a las masivas violaciones de los Derechos Humanos en la dictadura.

Finalmente, y como si fuera pequeño el reto que se la presenta a la Concertación, el proceso de selección de los candidatos clavó más estacas que han profundizan la brecha electoral Piñera-Frei. Piñera fue electo de forma relativamente fácil como candidato unitario de la derecha. Su trabajo político y la positiva evaluación electoral le dieron un casi indiscutido apoyo de la Alianza por Chile, que se reunió ordenada y rápidamente alrededor de su candidatura, convencidos de que esta era la oportunidad de derrotar a la centro-izquierda. Por su parte, la agria disputa interna de la Concertación, sorteada con tanto éxito en el pasado por medios de elecciones primarias, brindó la peor imagen posible al electorado chileno. Señales claras de división terminaron con la imposición de la candidatura de Frei a través de un acuerdo político. Enriquez-Ominami salió entonces de la Concertación, lanzó su candidatura independiente y empezó a facturar todo el descontento, explotando también muy inteligentemente la antinomia renovación-tradición.

Se trata de la primera vez que los sectores de la centroizquierda van divididos, justamente en el momento en que más imprescindible resultaba la unidad. Y aunque esté ya dada por sentada la segunda vuelta, aún no está claro si Piñera deberá enfrentar a Frei o a Enríquez-Ominami. Lo que la demoscopia si indica es que el segundo saldría mejor parado, con una no tan abierta derrota. La clave es simple: la derecha hasta el momento ha capitalizado de mejor forma el neurálgico voto centro, objeto de todas las disputas.

Y mientras tanto, la campaña continúa y todos los candidatos persisten en su estrategia, definida bajo los más estrictos criterios técnicos y políticos. En Chile se juega a la campaña del siglo XXI, en la que cada jugada es milimétricamente analizada y evaluados sus favores y desfavores.

Aunque aún falte mucho camino por andar y muchas páginas por escribir, todo parece indicar que la derecha montará cabeza en Santiago, con impredecibles y, a mi personal juicio, lamentables consecuencias para el inestable equilibrio político-ideológico latinoamericano. En tiempos en los que se asoman posibles victorias conservadoras en Argentina y Brasil, el viraje chileno sentaría regresivo precedente. El Sur podría cambiar de color y eso lo resentiríamos todos los que, con nuestras diferencias, vivimos en el mundo progresista. Será entonces cuando la realidad nos saque de nuestro simplismo y nos enseñe todo el trecho que hay entre una Bachelet y un Piñera.


Carlos Miguel Rodrígues

21 Oct. 2009

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